Acabo de nacer. Me has sacado
de entre las sombras. Me has levantado del suelo. Me has devuelto a
la vida… Subimos la escalera hasta la Maravilla.
Ha transcurrido poco más de un
año desde que el reverenciado director Terrence Malick nos subyugara
con la que quizás sea la película más hermosa jamás rodada, El
árbol de la vida (2011),
una experiencia arrebatadoramente espiritual, un milagro
cinematográfico que trascendía lo mundano para revelar lo
trascendente de nuestra existencia y transformar cada instante, cada
fotograma, en arte. Dilapidando las convenciones narrativas asumidas
de facto,
consciente de que lo inasible de la vida no puede ser encorsetado en
meras líneas de diálogo, el texano confirmó su querencia por la
imagen como vehículo narrativo, dotándola de una densa y poética
semántica discursiva que llegaba reforzada por una extraordinaria
selección musical.
Acostumbrados como estamos a
intervalos de, como mínimo, cinco años entre cada película suya,
no deja de resultar, a
priori, sorprendente la
premura con la que To the
Wonder (2012) parece
haber sido concebida. Sin embargo, esta proximidad temporal no hace
sino corroborar su condición de anexo con respecto a El
árbol de la vida. La
ambición cosmogónica de aquélla da paso aquí a una obra de
carácter más intimista, que le permite al director radicalizar aún
más si cabe los postulados estéticos y narrativos sobre los que
vertebra su cine. Ambas, por tanto, conforman un magistral díptico
que nos permite además adentrarnos en la vida de uno de los
realizadores más importantes de su generación gracias a la
inclusión de apuntes autobiográficos esparcidos durante sus
respectivos metrajes, supliendo así buena parte del misterio que, a
día de hoy, sigue orbitando en torno al cineasta.
2. Apuntes biográficos.
¿Quién es realmente Terrence
Malick? Nacido el 30 de noviembre de 1943 en Waco, Texas (aunque
otras fuentes apuntan a la ciudad de Ottawa, en el estado de
Illinois), su apellido, que significa rey
en árabe, remite a la ascendencia libanesa de su padre, el cual
trabajaba para una compañía petrolífera en Texas. Fue el mayor de
tres hermanos, y desde siempre tuvo un profundo vínculo afectivo con
su madre, en oposición a su padre. Su hermano Chris fue víctima de
un accidente de tráfico que se saldó con la vida de su esposa,
mientras que el hermano menor, Larry, permitió que el suicidio
truncara una prometedora trayectoria como intérprete guitarrista.
Como puede apreciarse, Terrence Malick volcó mucho de sí mismo y su
infancia en El árbol de
la vida, como si
quisiera exorcizar los sentimientos irracionales de culpa que le
asaltaron tras la muerte de Larry.
Malick estudió filosofía en
las prestigiosas universidades de Harvard, graduándose summa cum
laude para cursar, inmediatamente después, estudios de doctorado en
el Magdalen College de Oxford. Aunque no llegó a completar dicha
etapa de su trayectoria académica, su interés por la figura del
filósofo existencialista Martin Heidegger (1889-1976) le llevaría a
acometer la traducción del ensayo Vom Wesen des Grundes
(1929), la cual fue publicada en el año 1969 como The Essence of
Reasons por la Northwestern University Press. Dicho interés
será, como veremos más adelante, fundamental para comprender su
cine. Malick trabajó tras su etapa en Oxford como profesor de
Filosofía en el Massachusetts Institute of Technology y, al mismo
tiempo, periodista freelance para revistas como Newsweek,
The New Yorker y Life.
En 1969 obtuvo plaza para
estudiar un Máster en el Center
for Advanced Film Studies
de Los Ángeles, una
división de la American
Film Institute y también
una de las escuelas de cine más importantes y selectivas de los
Estados Unidos, estrenándose ese mismo año como director con el
cortometraje Lanton
Mills.
Cuatro
años más tarde llegaría su primera película, Malas
tierras
(Badlands,
1973), cuya marcada personalidad, ajena a las presiones comerciales,
lo situó en el punto de mira de críticos y especialistas de todo el
mundo. Su prestigio como autor se vería afianzado cinco años más
tarde gracias a su segunda película, Días
del cielo
(Days of Heaven,
1978), en donde nuevamente asumía las labores de director y
guionista, arropado por la soberbia labor de Néstor Almendros en la
oscarizada fotografía natural que le confería a la historia esa
atmósfera tan especial. Esta atención a la fotografía sería, como
se verá más adelante, una de las constantes en toda su filmografía.
Días del cielo
le reportaría al director el premio al mejor director en el
prestigioso Festival de Cannes.
Cuando parecía estar en el momento más álgido de su prometedora
carrera como realizador, Malick se entregó a un voluntario
ostracismo durante un lapso de veinte años, trasladándose a
Francia, en donde impartiría clases de Literatura Inglesa y
conocería a la que sería su segunda esposa, Michèle Morette, con
la que se casaría en el año 1985. La segunda mitad de la década de
los 90 vería su regreso a su Texas natal, en donde fijaría su
residencia hasta la actualidad, su divorcio tras trece años de
matrimonio, y su triunfante retorno al cine con la excepcional La
delgada línea roja
(The Thin Red
Line,
1998), aplaudida, merecidamente, como una de las mejores películas
bélicas de la historia del cine.
Tras veinte años de
inactividad, La delgada
línea roja marcaría un
importante punto de inflexión en su carrera como director, revelando
un tan sorprendente como, hasta cierto punto, inevitable grado de
madurez y depuración en su manejo de las constantes temáticas y
formales que conforman su muy peculiar credo fílmico. Malick se
confirmó así como un autor íntegro e incorruptible, entregado a
una constante evolución y refinamiento de su arte. La crítica se
rindió a su maestría, encumbrándolo como uno de los directores más
importantes de su generación habiendo dirigido únicamente tres
títulos en un período de 25 años. Tal reconocimiento se vería
refrendado con la obtención del Oso de Oro en el Festival de Berlín.
Su siguiente película, El
nuevo mundo (2005), le
permitió dar un paso más adelante en su reivindicación de la
imagen como soporte narrativo, extremando aún más su postura en la
que podemos considerar como su irrefutable magnum
opus, la apabullante El
árbol de la vida,
honrada con la Palma
de Oro
en el Festival de Cannes de 2011.
Podemos considerar To the
Wonder como una
prolongación natural de los postulados estéticos ya sublimados en
su predecesora. Se trata, en definitiva, de la obra de un autor que
se encuentra actualmente en el apogeo de su creatividad artística.
3. El cine de Terrence Malick.
Terrence Malick pertenece a la
ínclita generación Neo-Hollywood,
constituida por directores de la talla de Martin Scorsese, Francis
Ford Coppola, Steven Spielberg o Brian De Palma. Todos ellos fueron
responsables de una radical renovación y deconstrucción del
lenguaje cinematográfico heredado, tanto en términos morfológicos
como semánticos. Malick es el más espiritual e intelectual de todos
ellos, un humanista en cuyo cine confluyen varias corrientes
artísticas y filosóficas del siglo XX. Encontramos en su cine,
asimismo, una exquisita sensibilidad, no exenta de cierta
sensualidad, hacia el entorno natural en el que se enmarcan sus
historias, que actúa como un silente a la par que omnisciente
espectador de las terrenales cuitas humanas.
Abundan en su cine reverentes
contrapicados orientados al sol mientras filtra su luz cuasidivina a
través de los árboles, como si fueran mudas plegarias a un Dios
plenamente identificado con la Naturaleza. Dicha asociación entronca
su cine con el Trascendentalismo, un movimiento filosófico, político
y literario surgido en los Estados Unidos a lo largo del siglo XIX y
que tuvo en Ralph Waldo Emerson (1803-1882), Henry David Thoreau
(1817-1862) y Walt Whitman (1819-1892) a tres de sus más grandes
exponentes. Según Emerson, el contacto intuitivo con la naturaleza
permitiría entrar en contacto con la fuente
creadora de vida, esa
totalidad
de la que, según los panteístas, todos formamos parte, idea que ya
fue recogida por el filósofo Baruch Spinoza (1632-1677) en su máxima
Deus sive Natura,
la cual ya identificaba lo divino con la naturaleza.
Ahí radica la principal diferencia
entre el cine de Terrence Malick y otros importantes directores
igualmente fascinados por la Naturaleza como por ejemplo el alemán
Werner Herzog: mientras que para Herzog la integración del hombre
con el entorno salvaje y hostil se contempla como algo imposible,
para Malick dicha comunión no sólo es posible, sino necesaria para
encontrar las respuestas a las miserias humanas, mostrando así una
postura más romántica, espiritual e idealizada en su vinculación
con la naturaleza que lo relaciona con la obra de Thoreau y Wiltman.
Qué mejor manera de acceder a esa
comunión con la naturaleza que mediante la imagen. En su evolución
como autor, Malick ha ido, progresivamente, desentendiéndose de los
cauces narrativos convencionales, mostrando un desdén cada vez más
marcado hacia los diálogos como código lingüístico y depositando
en las imágenes, en conjunción con la música, la responsabilidad
de transmitir significados inaprensibles de otro modo. Por ese
motivo, el cine de Malick se caracteriza por una esmerada puesta en
escena en donde la iluminación, la exquisita composición de planos
y la escenografía constituyen pilares fundamentales sobre los que se
erige su cine. El relato, por tanto, se supedita al exultante y
preciosista mosaico audiovisual que asumirá así las labores de
principal soporte narrativo, apoyado en un impresionista uso del
lenguaje mediante el recurso de la voz en off, otra importante
constante en el cine de Terrence Malick.
El monólogo interno permite al
espectador asistir a todo lo que acontece en el mundo interior de los
personajes que pueblan el universo fílmico de Terrence Malick,
compartiendo así sus reflexiones y emociones a modo de diario
íntimo. Dichos personajes aparecen a menudo retratados como seres
alienados, en dura pugna con ellos mismos, incapaces de dar sentido a
la realidad que los rodea, una realidad que únicamente pueden
acercarse desde la introspección. Se establece así una curiosa
dialéctica entre este stream
of consciousness y la
imagen, transfigurada esta última gracias al poético lirismo de la
palabra.
En última instancia, tanto las
exuberantes imágenes como las voces de los personajes (¿o es la voz
del propio director, comunicándose con nosotros a través de ellos?)
buscan lo mismo, esto es, capturar determinadas impresiones, fugaces
instantes de asombro y embeleso, de ahí que el cine de Malick pueda
etiquetarse igualmente como “impresionista”, como si el director,
con cada nueva película, estuviese pintando un cuadro en donde la
luz, el color y el movimiento resultan de una extrema importancia.
Por ese motivo el suyo es un cine que hace de la transmisión de
impresiones su principal seña de identidad, por encima del
sometimiento a las convenciones narrativas tradicionales. No es un
cine ensimismado en divagaciones pseudo-intelectuales, sino que
propone al espectador una sobrecogedora experiencia de inmersión
sensorial que apela directamente a sus emociones más profundas.
Lo consigue, en parte, gracias
a un acertado uso del montaje sincopado que dota de vida a las
imágenes, coreografiándolas en dinámicas danzas que fluyen al
compás de la música. Apoyándose en recursos como los fundidos y
las elipsis, Malick elude así los raccords
para quebrar continuamente la narración, reubicando así a los
personajes, continuamente, dentro de los parámetros
espacio-temporales, y frustrando cualquier ilusión de continuidad.
Los planos, extasiados en su devenir, fluyen en un apasionado vals de
fugaces impresiones vitales,embriagando al espectador en su
impredecible vaivén.
Esta depuración formal se hace
especialmente patente en sus dos últimas obras, las cuales acusan un
rechazo cada vez más absoluto hacia las convenciones narrativas y
estéticas más clásicas, algo parecido a lo que ya propuso, en su
tiempo, el Nouveau Roman,
aquel movimiento literario fundado por el escritor y cineasta Alain
Robbe-Grillet (1922-2008) y cuyos postulados abrazaron escritores y
cineastas tan importantes como Marguerite Duras (1914-1996) y Alain
Resnais (1922-). Su principal característica fue el cuestionamiento
de los mecanismos narrativos asociados a la novela tradicional
decimonónica y estructurados en torno al tríptico
inicio-nudo-desenlace. Tanto el Nouveau
Roman como el cine de
Malick apuestan por un estilo más introspectivo en donde la
descripción de los personajes se antoja algo fútil en su
exploración del fluir de la conciencia y todo ese cúmulo de
pensamientos y emociones por las que atraviesan sus personajes.
Malick se libera así, y por tanto también a nosotros, de la tiranía
de la narración, induciendo en su lugar a la contemplación.
Esa ruptura acometida por el
director no solivianta únicamente la manera de narrar, sino también
la forma de construir
una película. Si tradicionalmente el director se erigía en máximo
demiurgo durante toda la fase de rodaje, delegando en el productor
las labores de montaje, dicha política se ve drásticamente alterada
en películas como El
árbol de la vida o, muy
especialmente, To the
Wonder, en donde el
verdadero poder de creación se da, precisamente, en la sala de
montaje. Es ahí, al fin y al cabo, en donde todo ese cúmulo de
“impresiones” se funde en un magistral collage,
en una sinfonía visual de proporciones mahlerianas,
aún a costa de fragmentar su guion en abundantes retales
profundamente elípticos. Tal elección, lejos de repercutir
negativamente en el resultado final, consigue reflejar el estado de
resquebrajamiento emocional en el que se encuentran sus personajes,
ávidos de amor algunos, incapaces de amar otros.
Anteriormente en este estudio se
hizo mención al filósofo alemán Martin Heidegger como una de las
influencias más importantes en el cine de Terrence Malick. Conceptos
tan puramente heideggerianos como el nihilismo, el desarraigo
existencial, el conflicto entre el ser y el existir o la alienación
del hombre gravitan como constantes temáticas en todo el cine del
director texano. El ser
(Sein)
se define por su relación con el entorno que lo rodea, de ahí que
la Naturaleza adquiera una significación aún más filosófica si
cabe desde este prisma ontológico. Otra importante influencia para
el marco teórico en el que se sitúan las películas de Malick ha
sido la obra del filósofo austriaco Ludwig Josef Johann
Wittgenstein.
Aunque, hasta el momento,
nuestra identificación de referentes se haya restringido al campo
del pensamiento y la espiritualidad, en la obra de Malick convergen,
asimismo, importantes corrientes artísticas como la pintura
impresionista de Claude Monet (1840-1926) o Eugène Henri Paul
Gauguin (1848-1903), así como también el estilo realista de los
estadounidenses Andrew Newell Wyeth (1917-2009) y Edward Hopper
(1882-1967). Hopper alcanzó notoriedad por sus retratos de la
soledad en la América contemporánea, aunando realismo con una
pulsión poética muy del agrado del director texano. Varias de las
constantes temáticas heideggerianas expuestas en el párrafo
anterior encuentran, así pues, su más perfecta plasmación
pictórica en la obra de Hopper. De Wyeth tomaría su evocación de
la tierra y los hombres que la habitan. En otras palabras, vacío,
soledad, angustia existencial, confrontadas en el marco de las vastas
panorámicas del paisaje de la América rural que acentúan aún más
si cabe esa sensación de vacío, de aislamiento... rasgos, todos
ellos, del cine de Malick, y que también puede apreciarse en To
the Wonder.
Como conclusión a este apartado,
debemos decir que Terrence Malick nos obliga, con cada nueva obra
maestra realizada, a reevaluar nuestra concepción de la narrativa
cinematográfica y a replantearnos, por tanto, nuestra función como
receptores de una película. Conceptos como la imagen o el sonido
adquieren en su cine una significación especial que lo distancian
considerablemente del realizado por todos los demás cineastas
actualmente en activo, ya sean o no coetáneos. Concebida como una
experiencia eminentemente visual, cada una de las películas
elaboradas por Terrence Malick, muy especialmente en los últimos
años, supeditan la explicación a la expresión de determinados
estados anímicos. Se trata de un cine en constante movimiento, en
donde el eterno fluir de los pensamientos expresados mediante
monólogos internos encuentra su reflejo más diáfano en una
impresionista concatenación de “impresiones” visuales que
rechaza someterse a los tiránicos designios de la ilusoria
continuidad, con catárticos resultados.
4. To the Wonder.
Ben Affleck interpreta a Neil, un
aspirante a escritor que encuentra el amor en Francia. Ella responde
al nombre de Marina (Olga Kurylenko), una joven divorciada de
procedencia ucraniana y madre de una hija llamada Tatiana (Tatiana
Chiline). A pesar de las cicatrices afectivas producidas por el
desengaño y el desamor, ambos están dispuestos a darse una nueva
oportunidad en su búsqueda de la felicidad. Ríen, viajan, bailan,
aman. Al cabo de un tiempo, Neil decide volver a su hogar, una
pequeña población de Oklahoma, y le pide a Marina que lo acompañe.
Allí empezarán una nueva vida juntos. Habiendo perdido toda
esperanza de volver a ser escritor, Neil acepta un trabajo como
inspector de medio ambiente. Poco a poco, las tensiones empiezan a
aflorar en la pareja, y Marina empieza a padecer los síntomas de la
soledad, unido a la falta de adaptación a aquel nuevo mundo que le
es ajeno... y así la frustración empieza a hacer mella, mermando la
relación. Viendo que Neil es incapaz de darle lo que ella necesita,
tan pronto le caduca el visado Marina se ve obligada a volver a
Francia. Neil intenta rehacer su vida sentimental al reencontrarse
con un antiguo amor, Jane (Rachel McAdams), pero la relación tampoco
llegará a prosperar. Marina se siente deprimida en París, echa de
menos a Neil y necesita salir de Francia, así que ambos deciden
intentarlo una vez más y casarse para que ella pueda irse a vivir
con él. Por desgracia para Marina, lo que no funcionó la primera
vez está abocado a no funcionar la segunda. Buscará consuelo
espiritual en el padre Quintana (Javier Bardem), pero éste atraviesa
igualmente una crisis existencial, en su caso relacionada con la fe,
la cual le hace cuestionarse su labor en el mundo.
To the Wonder
(en una referencia a la abadía situada en lo alto del Monte
Saint-Michel, a la que se hace referencia como “la maravilla del
oeste”) es una cantata polifónica para cuatro voces que vertebran
una historia de amor, alienación, crisis y esperanza. Nos referimos,
por supuesto, a las voces de los cuatro personajes principales.
Marina evoca al personaje interpretado por Jessica Chastain en El
árbol de la vida:
grácil, feérica, telúrica, en un permanente estado de gracia,
desbordante de amor; Neil, por el contrario, anhela igualmente el
amor, pero se ve incapaz de satisfacer las necesidades afectivas de
las mujeres con las que se relaciona. Frustrado por su situación
personal y laboral, intenta acercarse, entender ese sentimiento
llamado amor, pero sin empaparse de él. Ama, pero no se extasía en
el sentimiento como Marina, no se arroja a la piscina, algo le frena;
algo similar le ocurre a Jane, el miedo a que le vuelvan a hacer daño
le hace ir con cuidado, pero su naturaleza femenina, igualmente
imbuida de ese estado de gracia,
le hace caer nuevamente en esa trampa llamada amor. Y con el amor
llega el sufrimiento. Jane y Marina sufren porque aman. Neil quiere
amar para no sufrir; finalmente está el personaje interpretado por
el Padre Quintana, que se ve obligado
a amar en su condición de sacerdote. El amor implica siempre una
reciprocidad, pero en su relación con Dios, el Padre Quintana
alberga dudas acerca de su mera existencia. Quiere amar porque es un
deber, pero cada vez le pesa más la losa que carga sobre su espalda.
El amor, y la búsqueda de la plenitud
a través del mismo, por tanto, constituye aquí el eje sobre el que
pivota la historia, entendiendo dicho concepto en sus más variadas
formas de expresión: amor de pareja, amor madre-hija, amor al
prójimo, amor a Dios... todas ellas caras, al fin y al cabo, de una
misma realidad que nos trasciende. Pero, como es habitual en el cine
del realizador, lo importante no es tanto lo que se cuenta, sino la
propia mirada de Malick, a través de la cual nos llegan los retazos
de emociones y reflexiones tan característicos de su introspectiva
concepción del arte cinematográfico. El director lleva la
deconstrucción narrativa a su apogeo en las dos horas que dura esta
colosal obra maestra, la primera de las películas de Malick que está
ambientada en la actualidad.
Las referencias autobiográficas,
por supuesto, son evidentes. Malick también pasó un tiempo viviendo
en Francia, en donde conoció igualmente el amor. Tal y como le
ocurre a Neil y Marina, Terry y Michèle acabaron también mudándose
a Texas, en donde vivieron el fin de aquel amor. Tras el divorcio,
Malick se reencontró con un antiguo amor de juventud, Alexandra
“Ecky” Wallace, con la que acabaría casándose hasta la
actualidad. Por ese motivo, podemos considerar To
the Wonder como
una prolongación
natural y cronológica de las vivencias mostradas en El
árbol de la vida.
Mientras que aquélla se centraba en la infancia del director, el
sentimiento de culpa tras la muerte de su hermano menor y su relación
con sus padres, en esta otra Malick se desnuda sentimentalmente para
hablarnos del amor y sus heridas. En otras palabras, en tan sólo dos
películas, Malick nos ha revelado más acerca de su vida y de él
mismo que lo que podría haber hecho en cualquiera de las
entrevistas que no ha llegado nunca a realizar.
Pero, por supuesto, y como
ocurre siempre con el cine de Terrence Malick, lo importante no es
tanto lo
que cuenta sino cómo
lo cuenta. Y aquí es donde se demuestra por qué cada nueva obra
suya es motivo de cinéfila celebración. Le bastan al director unos
minutos, por ejemplo los que conforman su tramo inicial, para captar
a través de su cámara lo que constituye la esencia del amor en su
concepción más pura, sin la adulteración del lenguaje. Lo interno
se funde con lo externo, la historia salta en el tiempo, de un lugar
a otro, libre, exultante, sumida en una hipnótica embriaguez. El
contrapunto de voces se impone como uno de los principales elementos
narrativos en una película prácticamente carente de diálogos. Por
supuesto, el otro pilar sobre el que se articula su especial
dialéctica es, como no podía ser de otra forma, la imagen.
Asistimos así a contemplativos frescos poblados por campos de trigo
y manadas de bisontes que remiten, por supuesto, a la pintura de
Andrew Wyeth. La composición de planos, como no podía ser de otra
manera, es magistral, permitiendo la exteriorización y
representación pictórica del amor, la soledad, la necesidad de
afecto y la imposibilidad de conceder dicho afecto por parte de los
personajes.
Las más que obvias carencias
interpretativas de Ben Affleck no suponen ningún inconveniente en
una narración tan atípica y visual como la de Malick, como tampoco
lo fueron las de Colin Farrell en El
nuevo mundo. El
significado no se extrae tanto de los alardes interpretativos de los
actores como de su interacción con el entorno, la proxémica
establecida, el uso del montaje y de la música, y por supuesto el ya
citado stream of
consciousness. Esto
resulta especialmente evidente en el caso del personaje del Padre
Quintana, sin duda alguna uno de los más interesantes de la
película, y cuya crisis existencial nos remite tanto al San Manuel
Bueno de Miguel de Unamuno como al protagonista de aquel clásico de
Robert Bresson, El diario
de un cura de campaña
(Journal d'un curé de
campagne, 1951).
Steadicams,
planos a ras del suelo, agrestes encuadres, primerísimos planos,
grandes panorámicas, pausados zooms,
picados, contrapicados, travellings
frontales.. el director no escatima en recursos para transmitir su
mensaje, orquestado como un vertiginoso ballet de ingrávida
hermosura que nos envuelve y desborda nuestra sensibilidad hasta unos
extremos inauditos. Los más mínimos detalles adquieren aquí una
especial trascendencia, inmortalizados en postales de pasmosa y
contundente poesía. Y aunque la tan retórica como fragmentada
narración nos acompaña durante la mayor parte de este ascenso
platónico a la Belleza, en To
the Wonder hay también,
paradójicamente, espacio para los silencios.
Sería injusto concluir este
análisis de la película sin hacer mención al formidable equipo del
que se rodea el director texano y al que debemos también atribuir,
en buena parte, los formidables resultados alcanzados en una película
como ésta. En primer lugar, por supuesto, el mejicano Emmanuel
Lubezki, responsable de su exquisita y prodigiosa fotografía, y con
el que ya colaborara en El
nuevo mundo y, por
supuesto, El árbol de la
vida. En sus manos la
fotografía adquiere unas texturas y colores realmente inusuales,
vívidos y exuberantes. En segundo lugar, el mítico director
artístico y diseñador de producción Jack Fisk, al que conociera
durante su etapa en el Center
for Advanced Film Studies,
y con el que ha colaborado en todas y cada una de sus películas.
Por supuesto, no podemos obviar la fundamental contribución de la
música a la personal concepción que posee el director acerca de la
narración cinematográfica. Al fin y al cabo... ¿qué serían de
las imágenes, por muy apabullantes que éstas fueren, sin la
presencia del acompañamiento musical adecuado? Consciente de hasta
qué punto es importante la música a la hora de acentuar y canalizar
las emociones evocadas por una imagen, Malick se ha caracterizado
casi siempre por combinar en sus películas partituras originales
creadas ad hoc
con una acertada selección musical de clásicos del pasado y del
presente.
En
este caso en concreto, las tareas de composición recayeron en el
joven compositor Hanan Townshend, el cual combina pasajes más
atmosféricos con otros de índole más clásica e intimista, como en
el precioso tema dedicado al personaje de Marina. En cuanto a la
selección de “clásicos”, destacamos, por su uso y excelente
adecuación a las imágenes a las que acompañan, las siguientes
piezas: 1) el tercer movimiento del maravilloso Cantus
Arcticus
(1972) del compositor finlandés Einojuhani Rautavaara, utilizado
para describir todo el proceso de (re)enamoramiento de Neil y Jane;
2) la cantata Uns
ist ein Kind geboren,
atribuida, al parecer erróneamente, al Maestro Johann Sebastian
Bach, y que se utiliza durante una boda oficiada por el Padre
Quintana; 3) la obra Fratres
para ocho violonchelos
del compositor estonio Arvo Pärt, vinculado al denominado
“minimalismo sacro”, y que se escucha en algunos de los momentos
de crisis y vacío existencial de los personajes; 4) la Barcarola
dedicada al mes de junio por el célebre compositor ruso Pyotr Ilyich
Tchaikovsky como parte de sus Estaciones
para piano solo, utilizada por Malick para describir la serenidad del
que ama y se siente amado; 5) el romántico segundo movimiento
(andante)
del segundo Concierto para Piano y Orquesta del compositor ruso
Dmitri Shostakovich, que puede escucharse en una de las escenas de
amor de la película; 6) un fragmento de la magistral Tercera
Sinfonía (Symphony
of Sorrowful Songs)
del compositor polaco Henryk Górecki.
5. Coda.
Con
tres proyectos en post-producción, parece como si Malick quisiera
recuperar el tiempo perdido
y expandir su legado. Será interesante ver hasta dónde es capaz de
llegar el director en su evolución artística, ya que, si hay algo que ha
quedado de manifiesto en To
the Wonder,
es que difícilmente podría aspirar a radicalizar más el grado de
estilizada depuración a la que ha llegado en esta película. En
cualquier caso, estaremos esperando con la expectación de los que
sabemos que cada nueva obra suya nos acerca un poquito más a lo
insondable de nuestra existencia. Un logro del que sólo los más
grandes podrían presumir. De entre todos ellos, Terrence Malick
siempre sobresaldrá como lo que realmente es. Un rey. 10/10
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