miércoles, 17 de abril de 2013

"To the Wonder" (2012) y el cine de Terrence Malick



Acabo de nacer. Me has sacado de entre las sombras. Me has levantado del suelo. Me has devuelto a la vida… Subimos la escalera hasta la Maravilla.


1. Introducción.

Ha transcurrido poco más de un año desde que el reverenciado director Terrence Malick nos subyugara con la que quizás sea la película más hermosa jamás rodada, El árbol de la vida (2011), una experiencia arrebatadoramente espiritual, un milagro cinematográfico que trascendía lo mundano para revelar lo trascendente de nuestra existencia y transformar cada instante, cada fotograma, en arte. Dilapidando las convenciones narrativas asumidas de facto, consciente de que lo inasible de la vida no puede ser encorsetado en meras líneas de diálogo, el texano confirmó su querencia por la imagen como vehículo narrativo, dotándola de una densa y poética semántica discursiva que llegaba reforzada por una extraordinaria selección musical. 

 
Acostumbrados como estamos a intervalos de, como mínimo, cinco años entre cada película suya, no deja de resultar, a priori, sorprendente la premura con la que To the Wonder (2012) parece haber sido concebida. Sin embargo, esta proximidad temporal no hace sino corroborar su condición de anexo con respecto a El árbol de la vida. La ambición cosmogónica de aquélla da paso aquí a una obra de carácter más intimista, que le permite al director radicalizar aún más si cabe los postulados estéticos y narrativos sobre los que vertebra su cine. Ambas, por tanto, conforman un magistral díptico que nos permite además adentrarnos en la vida de uno de los realizadores más importantes de su generación gracias a la inclusión de apuntes autobiográficos esparcidos durante sus respectivos metrajes, supliendo así buena parte del misterio que, a día de hoy, sigue orbitando en torno al cineasta.

 
2. Apuntes biográficos.

¿Quién es realmente Terrence Malick? Nacido el 30 de noviembre de 1943 en Waco, Texas (aunque otras fuentes apuntan a la ciudad de Ottawa, en el estado de Illinois), su apellido, que significa rey en árabe, remite a la ascendencia libanesa de su padre, el cual trabajaba para una compañía petrolífera en Texas. Fue el mayor de tres hermanos, y desde siempre tuvo un profundo vínculo afectivo con su madre, en oposición a su padre. Su hermano Chris fue víctima de un accidente de tráfico que se saldó con la vida de su esposa, mientras que el hermano menor, Larry, permitió que el suicidio truncara una prometedora trayectoria como intérprete guitarrista. Como puede apreciarse, Terrence Malick volcó mucho de sí mismo y su infancia en El árbol de la vida, como si quisiera exorcizar los sentimientos irracionales de culpa que le asaltaron tras la muerte de Larry. 

 
Malick estudió filosofía en las prestigiosas universidades de Harvard, graduándose summa cum laude para cursar, inmediatamente después, estudios de doctorado en el Magdalen College de Oxford. Aunque no llegó a completar dicha etapa de su trayectoria académica, su interés por la figura del filósofo existencialista Martin Heidegger (1889-1976) le llevaría a acometer la traducción del ensayo Vom Wesen des Grundes (1929), la cual fue publicada en el año 1969 como The Essence of Reasons por la Northwestern University Press. Dicho interés será, como veremos más adelante, fundamental para comprender su cine. Malick trabajó tras su etapa en Oxford como profesor de Filosofía en el Massachusetts Institute of Technology y, al mismo tiempo, periodista freelance para revistas como Newsweek, The New Yorker y Life.
  
En 1969 obtuvo plaza para estudiar un Máster en el Center for Advanced Film Studies de Los Ángeles, una división de la American Film Institute y también una de las escuelas de cine más importantes y selectivas de los Estados Unidos, estrenándose ese mismo año como director con el cortometraje Lanton Mills. Cuatro años más tarde llegaría su primera película, Malas tierras (Badlands, 1973), cuya marcada personalidad, ajena a las presiones comerciales, lo situó en el punto de mira de críticos y especialistas de todo el mundo. Su prestigio como autor se vería afianzado cinco años más tarde gracias a su segunda película, Días del cielo (Days of Heaven, 1978), en donde nuevamente asumía las labores de director y guionista, arropado por la soberbia labor de Néstor Almendros en la oscarizada fotografía natural que le confería a la historia esa atmósfera tan especial. Esta atención a la fotografía sería, como se verá más adelante, una de las constantes en toda su filmografía. Días del cielo le reportaría al director el premio al mejor director en el prestigioso Festival de Cannes.


Y cuando parecía estar en el momento más álgido de su prometedora carrera como realizador, Malick se entregó a un voluntario ostracismo durante un lapso de veinte años, trasladándose a Francia, en donde impartiría clases de Literatura Inglesa y conocería a la que sería su segunda esposa, Michèle Morette, con la que se casaría en el año 1985. La segunda mitad de la década de los 90 vería su regreso a su Texas natal, en donde fijaría su residencia hasta la actualidad, su divorcio tras trece años de matrimonio, y su triunfante retorno al cine con la excepcional La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998), aplaudida, merecidamente, como una de las mejores películas bélicas de la historia del cine. 
 
Tras veinte años de inactividad, La delgada línea roja marcaría un importante punto de inflexión en su carrera como director, revelando un tan sorprendente como, hasta cierto punto, inevitable grado de madurez y depuración en su manejo de las constantes temáticas y formales que conforman su muy peculiar credo fílmico. Malick se confirmó así como un autor íntegro e incorruptible, entregado a una constante evolución y refinamiento de su arte. La crítica se rindió a su maestría, encumbrándolo como uno de los directores más importantes de su generación habiendo dirigido únicamente tres títulos en un período de 25 años. Tal reconocimiento se vería refrendado con la obtención del Oso de Oro en el Festival de Berlín. 

 
Su siguiente película, El nuevo mundo (2005), le permitió dar un paso más adelante en su reivindicación de la imagen como soporte narrativo, extremando aún más su postura en la que podemos considerar como su irrefutable magnum opus, la apabullante El árbol de la vida, honrada con la Palma de Oro en el Festival de Cannes de 2011. Podemos considerar To the Wonder como una prolongación natural de los postulados estéticos ya sublimados en su predecesora. Se trata, en definitiva, de la obra de un autor que se encuentra actualmente en el apogeo de su creatividad artística.



3. El cine de Terrence Malick.

Terrence Malick pertenece a la ínclita generación Neo-Hollywood, constituida por directores de la talla de Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, Steven Spielberg o Brian De Palma. Todos ellos fueron responsables de una radical renovación y deconstrucción del lenguaje cinematográfico heredado, tanto en términos morfológicos como semánticos. Malick es el más espiritual e intelectual de todos ellos, un humanista en cuyo cine confluyen varias corrientes artísticas y filosóficas del siglo XX. Encontramos en su cine, asimismo, una exquisita sensibilidad, no exenta de cierta sensualidad, hacia el entorno natural en el que se enmarcan sus historias, que actúa como un silente a la par que omnisciente espectador de las terrenales cuitas humanas. 

 
Abundan en su cine reverentes contrapicados orientados al sol mientras filtra su luz cuasidivina a través de los árboles, como si fueran mudas plegarias a un Dios plenamente identificado con la Naturaleza. Dicha asociación entronca su cine con el Trascendentalismo, un movimiento filosófico, político y literario surgido en los Estados Unidos a lo largo del siglo XIX y que tuvo en Ralph Waldo Emerson (1803-1882), Henry David Thoreau (1817-1862) y Walt Whitman (1819-1892) a tres de sus más grandes exponentes. Según Emerson, el contacto intuitivo con la naturaleza permitiría entrar en contacto con la fuente creadora de vida, esa totalidad de la que, según los panteístas, todos formamos parte, idea que ya fue recogida por el filósofo Baruch Spinoza (1632-1677) en su máxima Deus sive Natura, la cual ya identificaba lo divino con la naturaleza. 
 
Y ahí radica la principal diferencia entre el cine de Terrence Malick y otros importantes directores igualmente fascinados por la Naturaleza como por ejemplo el alemán Werner Herzog: mientras que para Herzog la integración del hombre con el entorno salvaje y hostil se contempla como algo imposible, para Malick dicha comunión no sólo es posible, sino necesaria para encontrar las respuestas a las miserias humanas, mostrando así una postura más romántica, espiritual e idealizada en su vinculación con la naturaleza que lo relaciona con la obra de Thoreau y Wiltman. 


Y qué mejor manera de acceder a esa comunión con la naturaleza que mediante la imagen. En su evolución como autor, Malick ha ido, progresivamente, desentendiéndose de los cauces narrativos convencionales, mostrando un desdén cada vez más marcado hacia los diálogos como código lingüístico y depositando en las imágenes, en conjunción con la música, la responsabilidad de transmitir significados inaprensibles de otro modo. Por ese motivo, el cine de Malick se caracteriza por una esmerada puesta en escena en donde la iluminación, la exquisita composición de planos y la escenografía constituyen pilares fundamentales sobre los que se erige su cine. El relato, por tanto, se supedita al exultante y preciosista mosaico audiovisual que asumirá así las labores de principal soporte narrativo, apoyado en un impresionista uso del lenguaje mediante el recurso de la voz en off, otra importante constante en el cine de Terrence Malick. 

El monólogo interno permite al espectador asistir a todo lo que acontece en el mundo interior de los personajes que pueblan el universo fílmico de Terrence Malick, compartiendo así sus reflexiones y emociones a modo de diario íntimo. Dichos personajes aparecen a menudo retratados como seres alienados, en dura pugna con ellos mismos, incapaces de dar sentido a la realidad que los rodea, una realidad que únicamente pueden acercarse desde la introspección. Se establece así una curiosa dialéctica entre este stream of consciousness y la imagen, transfigurada esta última gracias al poético lirismo de la palabra. 



 
En última instancia, tanto las exuberantes imágenes como las voces de los personajes (¿o es la voz del propio director, comunicándose con nosotros a través de ellos?) buscan lo mismo, esto es, capturar determinadas impresiones, fugaces instantes de asombro y embeleso, de ahí que el cine de Malick pueda etiquetarse igualmente como “impresionista”, como si el director, con cada nueva película, estuviese pintando un cuadro en donde la luz, el color y el movimiento resultan de una extrema importancia. Por ese motivo el suyo es un cine que hace de la transmisión de impresiones su principal seña de identidad, por encima del sometimiento a las convenciones narrativas tradicionales. No es un cine ensimismado en divagaciones pseudointelectuales, sino que propone al espectador una sobrecogedora experiencia de inmersión sensorial que apela directamente a sus emociones más profundas. 

Y lo consigue, en parte, gracias a un acertado uso del montaje sincopado que dota de vida a las imágenes, coreografiándolas en dinámicas danzas que fluyen al compás de la música. Apoyándose en recursos como los fundidos y las elipsis, Malick elude así los raccords para quebrar continuamente la narración, reubicando así a los personajes, continuamente, dentro de los parámetros espacio-temporales, y frustrando cualquier ilusión de continuidad. Los planos, extasiados en su devenir, fluyen en un apasionado vals de fugaces impresiones vitales,embriagando al espectador en su impredecible vaivén.


Esta depuración formal se hace especialmente patente en sus dos últimas obras, las cuales acusan un rechazo cada vez más absoluto hacia las convenciones narrativas y estéticas más clásicas, algo parecido a lo que ya propuso, en su tiempo, el Nouveau Roman, aquel movimiento literario fundado por el escritor y cineasta Alain Robbe-Grillet (1922-2008) y cuyos postulados abrazaron escritores y cineastas tan importantes como Marguerite Duras (1914-1996) y Alain Resnais (1922-). Su principal característica fue el cuestionamiento de los mecanismos narrativos asociados a la novela tradicional decimonónica y estructurados en torno al tríptico inicio-nudo-desenlace. Tanto el Nouveau Roman como el cine de Malick apuestan por un estilo más introspectivo en donde la descripción de los personajes se antoja algo fútil en su exploración del fluir de la conciencia y todo ese cúmulo de pensamientos y emociones por las que atraviesan sus personajes. Malick se libera así, y por tanto también a nosotros, de la tiranía de la narración, induciendo en su lugar a la contemplación. 
 
Esa ruptura acometida por el director no solivianta únicamente la manera de narrar, sino también la forma de construir una película. Si tradicionalmente el director se erigía en máximo demiurgo durante toda la fase de rodaje, delegando en el productor las labores de montaje, dicha política se ve drásticamente alterada en películas como El árbol de la vida o, muy especialmente, To the Wonder, en donde el verdadero poder de creación se da, precisamente, en la sala de montaje. Es ahí, al fin y al cabo, en donde todo ese cúmulo de “impresiones” se funde en un magistral collage, en una sinfonía visual de proporciones mahlerianas, aún a costa de fragmentar su guion en abundantes retales profundamente elípticos. Tal elección, lejos de repercutir negativamente en el resultado final, consigue reflejar el estado de resquebrajamiento emocional en el que se encuentran sus personajes, ávidos de amor algunos, incapaces de amar otros. 

 
Anteriormente en este estudio se hizo mención al filósofo alemán Martin Heidegger como una de las influencias más importantes en el cine de Terrence Malick. Conceptos tan puramente heideggerianos como el nihilismo, el desarraigo existencial, el conflicto entre el ser y el existir o la alienación del hombre gravitan como constantes temáticas en todo el cine del director texano. El ser (Sein) se define por su relación con el entorno que lo rodea, de ahí que la Naturaleza adquiera una significación aún más filosófica si cabe desde este prisma ontológico. Otra importante influencia para el marco teórico en el que se sitúan las películas de Malick ha sido la obra del filósofo austriaco Ludwig Josef Johann Wittgenstein.

Aunque, hasta el momento, nuestra identificación de referentes se haya restringido al campo del pensamiento y la espiritualidad, en la obra de Malick convergen, asimismo, importantes corrientes artísticas como la pintura impresionista de Claude Monet (1840-1926) o Eugène Henri Paul Gauguin (1848-1903), así como también el estilo realista de los estadounidenses Andrew Newell Wyeth (1917-2009) y Edward Hopper (1882-1967). Hopper alcanzó notoriedad por sus retratos de la soledad en la América contemporánea, aunando realismo con una pulsión poética muy del agrado del director texano. Variasas de las constantes temáticas heideggerianas expuestas en el párrafo anterior encuentran, así pues, su más perfecta plasmación pictórica en la obra de Hopper. De Wyeth tomaría su evocación de la tierra y los hombres que la habitan. En otras palabras, vacío, soledad, angustia existencial, confrontadas en el marco de las vastas panorámicas del paisaje de la América rural que acentúan aún más si cabe esa sensación de vacío, de aislamiento... rasgos, todos ellos, del cine de Malick, y que también puede apreciarse en To the Wonder

 
Como conclusión a este apartado, debemos decir que Terrence Malick nos obliga, con cada nueva obra maestra realizada, a reevaluar nuestra concepción de la narrativa cinematográfica y a replantearnos, por tanto, nuestra función como receptores de una película. Conceptos como la imagen o el sonido adquieren en su cine una significación especial que lo distancian considerablemente del realizado por todos los demás cineastas actualmente en activo, ya sean o no coetáneos. Concebida como una experiencia eminentemente visual, cada una de las películas elaboradas por Terrence Malick, muy especialmente en los últimos años, supeditan la explicación a la expresión de determinados estados anímicos. Se trata de un cine en constante movimiento, en donde el eterno fluir de los pensamientos expresados mediante monólogos internos encuentra su reflejo más diáfano en una impresionista concatenación de “impresiones” visuales que rechaza someterse a los tiránicos designios de la ilusoria continuidad, con catárticos resultados.



4. To the Wonder.

Ben Affleck interpreta a Neil, un aspirante a escritor que encuentra el amor en Francia. Ella responde al nombre de Marina (Olga Kurylenko), una joven divorciada de procedencia ucraniana y madre de una hija llamada Tatiana (Tatiana Chiline). A pesar de las cicatrices afectivas producidas por el desengaño y el desamor, ambos están dispuestos a darse una nueva oportunidad en su búsqueda de la felicidad. Ríen, viajan, bailan, aman. Al cabo de un tiempo, Neil decide volver a su hogar, una pequeña población de Oklahoma, y le pide a Marina que lo acompañe. Allí empezarán una nueva vida juntos. Habiendo perdido toda esperanza de volver a ser escritor, Neil acepta un trabajo como inspector de medio ambiente. Poco a poco, las tensiones empiezan a aflorar en la pareja, y Marina empieza a padecer los síntomas de la soledad, unido a la falta de adaptación a aquel nuevo mundo que le es ajeno... y así la frustración empieza a hacer mella, mermando la relación. Viendo que Neil es incapaz de darle lo que ella necesita, tan pronto le caduca el visado Marina se ve obligada a volver a Francia. Neil intenta rehacer su vida sentimental al reencontrarse con un antiguo amor, Jane (Rachel McAdams), pero la relación tampoco llegará a prosperar. Marina se siente deprimida en París, echa de menos a Neil y necesita salir de Francia, así que ambos deciden intentarlo una vez más y casarse para que ella pueda irse a vivir con él. Por desgracia para Marina, lo que no funcionó la primera vez está abocado a no funcionar la segunda. Buscará consuelo espiritual en el padre Quintana (Javier Bardem), pero éste atraviesa igualmente una crisis existencial, en su caso relacionada con la fe, la cual le hace cuestionarse su labor en el mundo. 


To the Wonder (en una referencia a la abadía situada en lo alto del Monte Saint-Michel, a la que se hace referencia como “la maravilla del oeste”) es una cantata polifónica para cuatro voces que vertebran una historia de amor, alienación, crisis y esperanza. Nos referimos, por supuesto, a las voces de los cuatro personajes principales. Marina evoca al personaje interpretado por Jessica Chastain en El árbol de la vida: grácil, feérica, telúrica, en un permanente estado de gracia, desbordante de amor; Neil, por el contrario, anhela igualmente el amor, pero se ve incapaz de satisfacer las necesidades afectivas de las mujeres con las que se relaciona. Frustado por su situación personal y laboral, intenta acercarse, entender ese sentimiento llamado amor, pero sin empaparse de él. Ama, pero no se extasía en el sentimiento como Marina, no se arroja a la piscina, algo le frena; algo similar le ocurre a Jane, el miedo a que le vuelvan a hacer daño le hace ir con cuidado, pero su naturaleza femenina, igualmente imbuida de ese estado de gracia, le hace caer nuevamente en esa trampa llamada amor. Y con el amor llega el sufrimiento. Jane y Marina sufren porque aman. Neil quiere amar para no sufrir; finalmente está el personaje interpretado por el Padre Quintana, que se ve obligado a amar en su condición de sacerdote. El amor implica siempre una reciprocidad, pero en su relación con Dios, el Padre Quintana alberga dudas acerca de su mera existencia. Quiere amar porque es un deber, pero cada vez le pesa más la losa que carga sobre su espalda. 
 

El amor, y la búsqueda de la plenitud a través del mismo, por tanto, constituye aquí el eje sobre el que pivota la historia, entendiendo dicho concepto en sus más variadas formas de expresión: amor de pareja, amor madre-hija, amor al prójimo, amor a Dios... todas ellas caras, al fin y al cabo, de una misma realidad que nos trasciende. Pero, como es habitual en el cine del realizador, lo importante no es tanto lo que se cuenta, sino la propia mirada de Malick, a través de la cual nos llegan los retazos de emociones y reflexiones tan característicos de su introspectiva concepción del arte cinematográfico. El director lleva la deconstrucción narrativa a su apogeo en las dos horas que dura esta colosal obra maestra, la primera de las películas de Malick que está ambientada en la actualidad. 


Las referencias autobiográficas, por supuesto, son evidentes. Malick también pasó un tiempo viviendo en Francia, en donde conoció igualmente el amor. Tal y como le ocurre a Neil y Marina, Terry y Michèle acabaron también mudándose a Texas, en donde vivieron el fin de aquel amor. Tras el divorcio, Malick se reencontró con un antiguo amor de juventud, Alexandra “Ecky” Wallace, con la que acabaría casándose hasta la actualidad. Por ese motivo, podemos considerar To the Wonder como una prolongación natural y cronológica de las vivencias mostradas en El árbol de la vida. Mientras que aquélla se centraba en la infancia del director, el sentimiento de culpa tras la muerte de su hermano menor y su relación con sus padres, en esta otra Malick se desnuda sentimentalmente para hablarnos del amor y sus heridas. En otras palabras, en tan sólo dos películas, Malick nos ha revelado más acerca de su vida y de él mismo que lo que podría haber hecho en cualquiera de las entrevistas que no ha llegado nunca a realizar. 
 
Pero, por supuesto, y como ocurre siempre con el cine de Terrence Malick, lo importante no es tanto lo que cuenta sino cómo lo cuenta. Y aquí es donde se demuestra por qué cada nueva obra suya es motivo de cinéfila celebración. Le bastan al director unos minutos, por ejemplo los que conforman su tramo inicial, para captar a través de su cámara lo que constituye la esencia del amor en su concepción más pura, sin la adulteración del lenguaje. Lo interno se funde con lo externo, la historia salta en el tiempo, de un lugar a otro, libre, exultante, sumida en una hipnótica embriaguez. El contrapunto de voces se impone como uno de los principales elementos narrativos en una película prácticamente carente de diálogos. Por supuesto, el otro pilar sobre el que se articula su especial dialéctica es, como no podía ser de otra forma, la imagen. Asistimos así a contemplativos frescos poblados por campos de trigo y manadas de bisontes que remiten, por supuesto, a la pintura de Andrew Wyeth. La composición de planos, como no podía ser de otra manera, es magistral, permitiendo la exteriorización y representación pictórica del amor, la soledad, la necesidad de afecto y la imposibilidad de conceder dicho afecto por parte de los personajes. 

 
Las más que obvias carencias interpretativas de Ben Affleck no suponen ningún inconveniente en una narración tan atípica y visual como la de Malick, como tampoco lo fueron las de Colin Farrell en El nuevo mundo. El significado no se extrae tanto de los alardes interpretativos de los actores como de su interacción con el entorno, la proxémica establecida, el uso del montaje y de la música, y por supuesto el ya citado stream of consciousness. Esto resulta especialmente evidente en el caso del personaje del Padre Quintana, sin duda alguna uno de los más interesantes de la película, y cuya crisis existencial nos remite tanto al San Manuel Bueno de Miguel de Unamuno como al protagonista de aquel clásico de Robert Bresson, El diario de un cura de campaña (Journal d'un curé de campagne, 1951). 
 
Steadicams, planos a ras del suelo, agrestes encuadres, primerísimos planos, grandes panorámicas, pausados zooms, picados, contrapicados, travellings frontales.. el director no escatima en recursos para transmitir su mensaje, orquestado como un vertiginoso ballet de ingrávida hermosura que nos envuelve y desborda nuestra sensibilidad hasta unos extremos inauditos. Los más mínimos detalles adquieren aquí una especial trascendencia, inmortalizados en postales de pasmosa y contundente poesía. Y aunque la tan retórica como fragmentada narración nos acompaña durante la mayor parte de este ascenso platónico a la Belleza, en To the Wonder hay también, paradójicamente, espacio para los silencios. 

 
Sería injusto concluir este análisis de la película sin hacer mención al formidable equipo del que se rodea el director texano y al que debemos también atribuir, en buena parte, los formidables resultados alcanzados en una película como ésta. En primer lugar, por supuesto, el mejicano Emmanuel Lubezki, responsable de su exquisita y prodigiosa fotografía, y con el que ya colaborara en El nuevo mundo y, por supuesto, El árbol de la vida. En sus manos la fotografía adquiere unas texturas y colores realmente inusuales, vívidos y exhuberantes. En segundo lugar, el mítico director artístico y diseñador de producción Jack Fisk, al que conociera durante su etapa en el Center for Advanced Film Studies, y con el que ha colaborado en todas y cada una de sus películas.

Y, por supuesto, no podemos obviar la fundamental contribución de la música a la personal concepción que posee el director acerca de la narración cinematográfica. Al fin y al cabo... ¿qué serían de las imágenes, por muy apabullantes que éstas fueren, sin la presencia del acompañamiento musical adecuado? Consciente de hasta qué punto es importante la música a la hora de acentuar y canalizar las emociones evocadas por una imagen, Malick se ha caracterizado casi siempre por combinar en sus películas partituras originales creadas ad hoc con una acertada selección musical de clásicos del pasado y del presente. 

 
En este caso en concreto, las tareas de composición recayeron en el joven compositor Hanan Townshend, el cual combina pasajes más atmosféricos con otros de índole más clásica e intimista, como en el precioso tema dedicado al personaje de Marina. En cuanto a la selección de “clásicos”, destacamos, por su uso y excelente adecuación a las imágenes a las que acompañan, las siguientes piezas: 1) el tercer movimiento del maravilloso Cantus Arcticus (1972) del compositor finlandés Einojuhani Rautavaara, utilizado para describir todo el proceso de (re)enamoramiento de Neil y Jane; 2) la cantata Uns ist ein Kind geboren, atribuida, al parecer erróneamente, al Maestro Johann Sebastian Bach, y que se utiliza durante una boda oficiada por el Padre Quintana; 3) la obra Fratres para ocho violonchelos del compositor estonio Arvo Pärt, vinculado al denominado “minimalismo sacro”, y que se escucha en algunos de los momentos de crisis y vacío existencial de los personajes; 4) la Barcarola dedicada al mes de junio por el célebre compositor ruso Pyotr Ilyich Tchaikovsky como parte de sus Estaciones para piano solo, utilizada por Malick para describir la serenidad del que ama y se siente amado; 5) el romántico segundo movimiento (andante) del segundo Concierto para Piano y Orquesta del compositor ruso Dmitri Shostakovich, que puede escucharse en una de las escenas de amor de la película; 6) un fragmento de la magistral Tercera Sinfonía (Symphony of Sorrowful Songs) del compositor polaco Henryk Górecki.










5. Coda.

Con tres proyectos en post-producción, parece como si Malick quisiera recuperar el tiempo perdido y expandir su legado. Será interesante ver hasta dónde es capaz de llegar Malick en su evolución artística, ya que, si hay algo que ha quedado de manifiesto en To the Wonder, es que difícilmente podría aspirar a radicalizar más el grado de estilizada depuración a la que ha llegado en esta película. En cualquier caso, estaremos esperando con la expectación de los que sabemos que cada nueva obra suya nos acerca un poquito más a lo insondable de nuestra existencia. Un logro del que sólo los más grandes podrían presumir. Y, de entre todos ellos, Terrence Malick siempre sobresaldrá como lo que realmente es. Un rey. 10/10


 

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