Sinopsis: Adaptación homónima de la novela corta de Stephen King sobre la vida del personaje Charles Krantz, contada en orden inverso desde su muerte por un tumor cerebral a los 39 años hasta sus primeros recuerdos de la niñez en casa de sus abuelos paternos.
1. Introducción
Después de su muy reivindicable adaptación de una obra tan compleja (y arriesgada) como "Doctor
Sueño" (2019) y la muy inferior “El juego de Gerald” (2017), el director
estadounidense Mike Flanagan vuelve a inspirarse en el rico universo literario
del gran Stephen King para su última película, tomando esta vez como base una
novela corta, de unas 60 páginas, incluida en la antología "La sangre manda" (2020).
Una elección, cuanto menos, sorprendente, máxime si tenemos en cuenta la algo excéntrica naturaleza episódica de un relato como el que aquí nos ocupa, estructurado en tres actos que están hilvanados de manera fragmentada, y en donde el autor apuesta, además, por un orden cronológico inverso de los acontecimientos que ahí se narran, los cuales no son sino pasajes, retazos aislados de la vida del personaje protagonista, Charles Krantz (“Chuck”).
No se nos antoja fácil la tarea de traducir un relato corto como éste a una película de una duración cercana a las dos horas; sin embargo, Flanagan consigue obrar el milagro respetando, además, el texto original con religiosa fidelidad. El resultado es una película maravillosamente disidente que se sitúa en las antípodas de lo que se suele producirse en la actualidad. Una obra extraña, deliciosamente imperfecta, pero también con alma y corazón.
¿De qué va "La vida de Chuck"? ¿Qué quería contarnos Stephen King en su relato? El genio de Maine construye su novela como si estuviéramos rebobinando una historia, una vida, en una celebración del milagro de la existencia. A lo largo de la trama, nos asomamos como espectadores a distintos momentos de esa vida como si se tratara de un espectáculo. Un espectáculo que, por supuesto, en algún momento estará abocado a su fin. En ese instante, bajará el telón, las luces se apagarán y los aplausos se extinguirán para dar paso a la oscuridad y el silencio. En ese vacío, empero, permanecerán durante eones los ecos del impacto que esa vida ha tenido en la urdimbre de la existencia.
¿Por qué tendemos a minimizar el efecto de nuestros actos en el teatro cósmico de la eternidad? Todo cuanto decimos, hacemos (¡pensamos!) deja una huella, una impronta. Nos han hecho creer que somos pequeños, que nuestros actos son insignificantes, cuando, en realidad, tienen un poder mucho mayor de lo que pensamos. Cada vida es un milagro. Una celebración de la Divinidad (o como cada uno desee llamar a la experiencia de la Trascendencia), observándose y recreándose en sí misma. Somos fractales de esa Consciencia Universal. ¿Cómo no íbamos a ser importantes?
Stephen King utiliza su relato con un doble sentido: por un lado, nos habla de la inevitabilidad del fin. La vida es un espectáculo que no puede durar para siempre, al menos no en esta vida, no en este plano de la existencia; por otro lado, nos invita a celebrar dicho espectáculo como algo prodigioso y que debemos aprovechar al máximo, mientras dure... porque es a través de ese acto psicomágico de festejar y donar lo que nos hace especiales que dejamos nuestra impronta en el Cosmos.
2. Primera parte: Acto III (Trascendencia)
"La vida de Chuck" arranca, así, por el final, con el tercer acto. Es lo primero que vemos en la película, por más que se corresponda con el final cronológico de la historia. Esto, por supuesto, está lejos de resultar una decisión arbitraria. La muerte, al fin y al cabo, no es un fin, sino un principio. King representa los últimos instantes en la vida de Chuck a través de una serie de desastres naturales que parecen estar llevando al mundo a un estado de caos: apagones, enfermedades, y toda clase de catástrofes que parecen estar anunciando el inminente fin del mundo. El mundo de Chuck.
Dentro del contexto de la historia que aquí nos ocupa escuchamos reiteradamente, casi a modo de mantra, una cita del escritor estadounidense Walter Whitman (1819-1892), tomada del poema "Canto de mí mismo", el cual está incluido, a su vez, en la colección "Hojas de hierba" (1855). La cita, que va a adquirir una especial relevancia en el marco de la narración, reza así:
"¿Me contradigo?
Pues bien, me contradigo,
(soy inmenso, contengo multitudes)"
Cada ser humano encierra, dentro de sí mismo, un universo completo lleno de contradicciones, pensamientos y mundos posibles. Cada persona que ha formado parte de nuestra vida pasará, inevitablemente, a habitar alguno de esos mundos internos, trasuntos oníricos de esa otra entelequia que denominamos "realidad". Whitman defendía, y también festejaba, esa complejidad y contradicción inherentes a esta experiencia humana llamada "vida", y King tomó dicha idea para convertirla en el corazón simbólico de su relato.
Cada persona, con sus recuerdos, alegrías, tristezas, esperanzas, miedos y contradicciones constituye un universo vivo y pulsante. Cuando trascendemos, ese universo, inexorablemente, se apaga y colapsa, tal y como puede verse en el primer acto de la historia, que se corresponde con los últimos momentos de vida de nuestro moribundo protagonista. Sin embargo, en medio de toda esa debacle, encontramos un mensaje persistente que, de alguna manera, consigue siempre filtrarse por entre las ruinas de aquel mundo en inminente extinción que simboliza, como ya hemos visto, la propia consciencia de Chuck:
“¡39 grandes años! ¡Gracias, Chuck!”
Un mensaje que no está imbuido de tristeza, sino de gratitud. Gratitud por una vida aprovechada y celebrada al máximo. A través de este clímax emocional, se nos muestra el fin del mundo como una metáfora del fin de una vida individual, desde la visión de dos de los antiguos profesores de instituto de Chuck, vivos aún en su memoria y sus recuerdos, Marty (Chiwetel Ejiofor) y Felicia (Karen Gillan).
La sencilla, aunque hermosa, música de The Newton Brothers es una parte importante de este apogeo: un colchón de sintetizador siembra la expectación de que, como espectadores, estamos a punto de presenciar algo trascendente, salpicado aquí y allá por notas cristalinas de piano que tejen una hermosa música que rezuma serenidad. Esto es algo fundamental, ya que permite al espectador comprender que, en realidad, este "fin" no es más que un nuevo comienzo. La banda sonora imbuye así este momento de una solemne y pacífica sacralidad alejada de los burdos y ruidosos efectismos musicales característicos del denominado "cine de catástrofes". Esto NO es una hecatombe, y por más que veamos el mundo desmoronarse, la música nos ayuda a ver más allá de las apariencias.
3. Segunda parte: Acto II (Integración)
En el segundo acto es donde se nos presenta, realmente, a ese personaje principal del que, hasta este momento, únicamente conocíamos la inminencia de su muerte. Entendemos quien era Chuck y por qué su vida merecía ser celebrada. En la piel del actor Tom Hiddleston, asistimos a un "momento cotidiano" de su vida en lo que deviene un sorprendente interludio musical que nos permite verlo entregado a aquello que más amaba hacer: bailar. El tono más melancólico del primer acto cede el paso, así, a otro de carácter más festivo y vital. Es la propia Vida expresándose a través de la danza.
Este abrupto y radical cambio de tono podrá, ciertamente, desconcertar a los que no conozcan la obra original de King. La generosa (en mi opinión, algo desmesurada) extensión del número de baile podría también jugar en contra de una película a la que se la podría acusar de una cierta descompensación en la duración de sus tres actos. Paradójicamente, es bastante probable que esta película sea recordada en un futuro, precisamente, por el baile que se marca Hiddleston.
Siendo justos, Flanagan filma la secuencia evocando la magia
de los antiguos musicales clásicos, sin cortes precipitados, recreándose en los
movimientos de una coreografía tras la cual anida el corazón mismo de la
historia. Dos personas que apenas se conocen convergen en una maravillosa
serendipia de música y danza que condensa la magia de la vida cuando todo se
alinea, de manera perfectamente sincrónica, para propiciar semejantes milagros
de conexión. En lo que no deja de ser un acto de rebeldía existencial, tanto
Chuck como su partenaire, Janice (Annalise Basso), se sublevan contra el hastío de sus vidas para
reclamar su derecho a celebrar un instante, aparentemente efímero, pero que en
realidad es eterno.
4. Tercera parte: Acto I (Iniciación)
Llegamos así al primer (y último acto), que es, justamente, donde se planta la semilla de todo lo que hemos visto anteriormente, al mostrarnos los primeros recuerdos de vida de Chuck, un niño de 11 años solitario, observador y sensible a la belleza de la vida, desde que pierde a sus padres en un accidente de coche y queda bajo la tutela de sus abuelos paternos. Gracias a su abuela Sarah (Mia Sara) el joven Chuck descubrirá su amor por el baile, mientras que de su abuelo Albie (Mark Hamill), de profesión contador, aprenderá también a encontrar la belleza en el intrincado mundo de los números y las matemáticas.
Si el tercer acto flirteaba tímidamente con los códigos de los relatos apocalípticos (aunque desde una óptica radicalmente opuesta) y el segundo abrazaba abiertamente los del musical clásico, el primero parece asentarse en los parámetros del melodrama con sutiles elementos sobrenaturales. No obstante, por muy desconcertante que resulte su renuencia a “definirse”, la realidad es que esta aparentemente caprichosa mezcolanza de géneros funciona a la perfección, en tanto que permite translucir el carácter poliédrico de la existencia. La vida es todo eso, y muchísimo más, por eso no se presta a ser encapsulada en una única categoría.
El componente sobrenatural al que antes hacía referencia se circunscribe a los límites de una estancia, una cúpula, ubicada en la casa victoriana en donde residen los abuelos de Chuck. Dicha cúpula encierra un enigmático misterio relacionado con esa gran iniciación que llamamos Muerte: a las personas que allí se adentran se les muestra cómo van a morir. A cada persona le corresponde tomar esa información como una maldición o una bendición. Al fin y al cabo, cuando eres consciente del tiempo de vida que te queda, se te da la oportunidad de salir de la inercia de la rutina para vivir cada minuto de esa existencia restante como si fuera un inmenso regalo. Y eso es, precisamente, lo que hará nuestro joven Chuck.
A nivel interpretativo, la gran revelación de esta película es, sin lugar a dudas, la impresionante labor del joven Benjamin Pajak como Chuck de niño. No me refiero únicamente a sus impresionantes habilidades como bailarín (debutó en Broadway en el reestreno del musical “Vivir de ilusión” en el año 2022), sino a la conmovedora pureza e inocencia que transmite en pantalla. En realidad, no es hasta que aparece en pantalla que llegamos a conocer realmente al personaje, pudiendo así conectar y empatizar con él a un nivel mucho más profundo. Pajak es el auténtico corazón de la película, y en su caracterización encuentro autenticidad y Luz. Mucha Luz.
"La vida de Chuck" termina con un epílogo en donde se nos muestra a nuestro protagonista, ya adolescente (Jacob Tremblay), subiendo a la cúpula para afrontar su
destino. Lo que para su abuelo fue siempre una maldición, él lo transmutará en una
bendición: la de ser aún más consciente del milagro de su existencia, y que de él depende festejarla cada día de su vida, en plenitud, hasta que llegue el momento de su muerte. De esta manera, el primer acto nos remite al tercero. Es, indudablemente, un
final sobrio, quizás incluso anti-climático en su contención emocional, aunque también coherente con el tono sereno y sosegado que permea la mayor
parte de la película. En cualquier caso, y como ya se ha explicado anteriormente, no es casual que King decidiera invertir el orden cronológico de los acontecimientos. Este final no marca sino un nuevo comienzo.
5. Conclusión
Por separado, cada uno de los tres actos en los que se divide la narración posee la suficiente autonomía como para ser disfrutado de manera independiente. Sin embargo, es cuando se zurcen los tres en un único mosaico compacto que la obra adquiere un sentido aún más profundo que transmuta la tristeza inicial en optimismo sin caer nunca en un remilgado sentimentalismo. Mientras que el tercer acto trata sobre la muerte y la trascendencia, el primero aborda la iniciación al gran sentido de la vida. Ambos tramos vitales se ven enlazados a través del segundo acto, una transición que aprovecha la madurez del personaje para mostrar la integración de dicho propósito. El esperanzador mensaje final del filme retiñe en nuestros corazones una vez que hemos finalizado su visionado: “Soy maravilloso, merezco serlo y contengo muchísimas cosas”.
Stephen King buscó, en su novela, encontrar respuestas a las preguntas que nos hacemos sobre el sentido de la existencia. Su protagonista nos recuerda que cada vida, por muy insignificante que pueda parecer, tiene una resonancia cósmica. En cada ser humano late un pulso, una chispa, que es lo que hace brillar el mundo en el que vivimos, y en esa centalla subyace la respuesta a la gran pregunta metafísica sobre el “por qué” y el “para qué” estamos aquí. No hay que buscar más lejos. La solución está, como siempre, no fuera, sino dentro de todos nosotros. Tan sólo hemos de permitir que esa chispa irradie desde dentro hacia fuera para iluminar al mundo con la mágica belleza de un propósito que no es otro sino el de encarnar quienes SOMOS. En cada acto, en cada palabra, en cada silencio. Tan sólo… SER.
Mi calificación: **** sobre *****
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