El director islandés Hlynur Pálmason se inspira, supuestamente, en las primeras fotografías que se conservarían de la costa de Islandia, tomadas por un danés a finales del siglo XIX, para narrar, en su tercer largometraje, la historia de un sacerdote que viaja de Dinamarca a Islandia (aún colonia danesa) con la misión de construir allí una iglesia y, de paso, realizar un estudio etnográfico de sus habitantes a través de su cámara.
Esta inspiración justificaría,
por supuesto, la peculiar elección del formato 4:3 con ángulos redondeados en
el que está rodada la película, simulando un daguerrotipo clásico de la época. Personalmente,
no deja de resultarme curioso, a la par que algo frustrante también, que una película
tan visualmente hermosa como ésta apueste por constreñir el impacto sensorial
del paisaje de tal manera, renegando de un formato, el panorámico, que a mí
personalmente me parece mucho más efectivo a la hora de contrastar la
insignificancia del hombre con la grandilocuencia telúrica del paisaje. No dudo
que exista una premeditada justificación argumental para ello; sin embargo,
tampoco pienso, honestamente, que compense el enorme sacrificio que conlleva
tan desafortunado encorsetamiento de la imagen, especialmente en una película
como ésta en donde el impacto visual lo es todo.
Dicha limitación se hace especialmente dolorosa en la primera hora de "Godland" (“Vanskabte Land”, 2022), en donde se describe magistralmente la odisea espiritual de nuestro protagonista por tierras islandesas. Todo este periplo, tanto físico como existencial, a través de los elementos nos remite constantemente al mejor cine de ese gigante llamado Werner Herzog: el Herzog de “Fitzcarraldo” (1982) o, muy especialmente, “Aguirre, la Cólera de Dios” (“Aguirre, der Zorn Gottes”, 1972). La prodigiosa fotografía de Maria von Hausswolff confiere al entorno, en algunos pasajes, un aura cuasi-onírica, mítica incluso, que sirve para realzar la futilidad de la existencia humana en el marco de esa Naturaleza indómita que el Hombre se empeña, inútilmente, en doblegar en el nombre de Dios.
Enfrentado a la solemnidad de un
paisaje salvaje y primigenio, la angustia ante el "silencio de Dios"
se magnifica hasta extremos insoportables. Nuestro protagonista, Lucas (Elliott
Crosset Hove), embarcado en la misión de traer la luz de Dios (no en vano
su nombre está asociado, en griego clásico, al verbo "brillar"),
va apagándose paulatinamente ante la incapacidad por comunicarse con los
aborígenes que lo acompañan. Sin embargo, no nos referimos, únicamente, a una
cuestión meramente lingüística, sino también moral, dada su aparente renuencia
a interactuar y relacionarse con los lugareños. Lejos de llegar a iluminar el
camino a su paso, el paisaje acaba minando la fortaleza interna del
protagonista antes incluso de que éste pueda llegar a concluir su viaje.
Es importante destacar en toda esta primera mitad, además de la fotografía, la labor de sonido y, por supuesto, la tan dosificada como efectiva banda sonora de Alex Zhang Hungtai, que consigue mimetizarse con los silencios y sonidos de ambiente para subrayar aún más el agónico via crucis islandés del pastor Lucas.
Una vez que el protagonista llega
a su destino, la película deja a un lado a Herzog para refugiarse en el
también danés Carl Theodor Dreyer (1889-1968). Asentados ya en el
ecuador de la película, la historia se vuelve más coral, y los desafíos del
entorno son desplazados por los de esa, a sus ojos, foránea e inexpugnable
comunidad, su "rebaño". Este Lucas se nos muestra ahora
muy distinto al pastor seguro, resoluto y blindado en su fe tal y como era presentado
al comienzo de la historia. Ahora se revela como un personaje fragmentado
internamente, con ciertos ecos bressonianos; incapaz de encajar en su
entorno e, incluso, encontrar a Dios en sí mismo. Acompañamos, pues, a un Lucas
más vulnerable y proclive a sucumbir a las tentaciones más primarias.
Tentaciones que, lejos de poder domesticar, lo acabarán arrastrando a una
vorágine de desesperación y concupiscencia.
Pálmason, cierto es, evita indagar en lo más profundo de la psique de los personajes y lo que nos muestra siempre es un retrato algo más superficial de lo que acontece en el interior de ellos. Esto hace que algunas de las decisiones tomadas por algunos de ellos en esta segunda mitad de la historia se antojen algo abruptas, incluso forzadas, como si se echara en falta un mayor desarrollo en la evolución de los personajes que pudiera justificar lo que vemos en pantalla.
No obstante, es importante
remarcar que esta película está articulada en base a otros parámetros
discursivos, y son esos otros parámetros los que hacen que "Godland"
constituya una experiencia sensorial de primer nivel, una verdadera obra de
arte en donde la dramaturgia reposa no tanto en los diálogos como en sus
prodigiosos encuadres y travellings. "Godland"
es una de esas obras en donde los silencios son más significativos que las
propias palabras, y su empaque artístico la sitúan, muy merecidamente, entre
las mejores películas europeas de 2022...
... sí, a pesar del formato cuadrado.
Mi calificación: ***1/2 sobre *****
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