Sinopsis: Tras la inesperada muerte del Sumo Pontífice, el cardenal Lawrence (Ralph Fiennes) es designado como responsable para liderar uno de los rituales más secretos y antiguos del mundo: la elección de un nuevo Papa. Cuando los líderes más poderosos de la Iglesia Católica se reúnen en los salones del Vaticano, Lawrence se ve atrapado dentro de una compleja conspiración a la vez que descubre un secreto que podría sacudir los cimientos de la Iglesia.
La nueva (y gran)
película del guionista y director de cine alemán Edward Berger después de su laureada "Sin novedad en el frente" ("Im Westen nichts Neues", 2022) evoca, de alguna manera, el pulso de aquellos thrillers políticos
estadounidenses de la década de los 70. El fascinante libreto de Peter Straughan adapta la obra
homónima del escritor británico Robert Harris, desgranando los conflictos de intereses que se van
fraguando en el seno del Palacio Apostólico de la Ciudad del Vaticano durante el desarrollo de un cónclave
papal.
Más allá de la historia en sí, empero, lo que eleva, a mi juicio, esta película a una categoría superior es el uso que
hace el director de los distintos códigos visuales que conforman el lenguaje cinematográfico para, no ya apoyar la historia, sino realzarla, impulsarla y enriquecerla
aún más si cabe. Como ya se sugería en el propio tráiler, abundan en este filme planos que
son verdaderas obras de arte gracias a la combinación de factores tales como la composición, el
encuadre, el movimiento y la profundidad de campo. La fotografía de Stéphane
Fontaine, en este sentido, constituye uno de los grandes pilares sobre los que se
sustenta la trama.
La selección cromática, por supuesto, supone una parte esencial de la semántica de cada plano.
Hay algunos en donde impera el color rojo, que en el contexto eclesiástico en el que
se enmarca la historia vendría a simbolizar, evidentemente, la sangre derramada
por Jesús y los mártires defensores de la fe, y que en algunos momentos de la
historia parece como si anegara al personaje principal de la historia, un
cardenal sumido en una aguda crisis espiritual y al que da vida, con la sutil
brillantez que lo caracteriza, el británico Ralph Fiennes, convenientemente secundado por otros actores de la talla de Stanley Tucci, John Lithgow o Isabella Rossellini.
El negro, evidentemente, es otro de los colores fundamentales de esta historia,
ya que simboliza el cisma existente dentro del Vaticano, reflejado en los
intentos infructuosos de los cardenales por llegar a un consenso en la elección del nuevo Padre
de la Iglesia. En este sentido, la fumata negra, cuyo propósito es el de informar al pueblo de que
ningún cardenal ha recibido los votos necesarios para ser nombrado papa (y, por tanto, que el Cónclave aún no ha concluido), se erige en una fatídica representación alegórica de esa incertidumbre
instaurada de pleno en el seno de una institución dividida entre tradición y progresismo.
Ya hacia el final de la historia, cuando la incertidumbre parece estar ya en proceso de disipación,
la película nos deleita con un prodigioso plano cenital en donde se muestra a
los miembros de la iglesia abriéndose paso cobijados bajo un manto de paraguas
de color blanco.
Por más que el descarado discurso
ideológico sobre el que se erige la película, no exento de cierto maniqueísmo, pueda llegar a restar algo de
madurez intelectual al conjunto, muy especialmente en su tramo final, tan
inverosímil como delirante, es de justos reconocer que este Cónclave (2024) consigue
trascender su condición de thriller conspiranoico al uso para alzarse como una
de las propuestas artísticas más gratificantes del año. Sus méritos visuales ya
han sido previamente apuntados en esta crítica, por lo que no podríamos darla
por concluida sin hacer alguna mención al que considero que es otro de sus
elementos dramatúrgicos más importantes: la exquisita banda sonora firmada por
el pianista y compositor alemán Volker Bertelmann.
Durante buena parte de la
historia, la música parece estar estructurada en una serie de breves esbozos impresionistas
para instrumentos de cuerda que buscan acentuar la tensión e incertidumbre que
se van a implantar en el Sacro Colegio Cardenalicio durante el transcurso de
las deliberaciones para la elección del nuevo papa. Ese claustrofóbico entorno
en donde tiene lugar la historia se ve refrendado en lo musical, de esta manera, por una
íntima orquesta de cámara que acentúa sabiamente ese clima de opresión y
confabulación que permea toda la narrativa. Encontramos reiterativos motivos
para cuerda en ostinato que buscan, precisamente, potenciar una hostilidad tan
soterrada como notoria. En otros pasajes, por el contrario, Bertelmann apuesta por un instrumento
menos terrenal, el celestial Cristal Baschet, que avanza de fuera hacia dentro
para hurgar en la dimensión espiritual no sólo de la historia, sino también de sus
propios partícipes.
Aunque pudiera parecer que, a
diferencia de la trama, la música no avanza, estancada en sus modos y formas,
se trata de una peligrosa ilusión que el propio compositor se encarga de
disipar durante los créditos finales con una pieza magistral que lleva por título, en su
edición discográfica, “Postlude of Conclave”, y que es realmente la que
aporta la resolución a la historia de todo el filme. El compositor vuelve a
recordarnos lo que debería ser ya un axioma, que en una película la historia no
termina antes, sino al final de los créditos, y lo hace con una obra que surge de
todo lo que se había ido fraguando, musicalmente, a lo largo de las dos horas
de duración de la película de Berger. El estancamiento se disuelve, la
oscuridad da paso a la luz, y lo que hasta entonces había estado anquilosado y
estático se resuelve al fin en magistral dinamismo. Es en este momento cuando
Bertelmann puede ya, al fin, poner todas las cartas sobre la mesa y permitir
que toda esa música que había estado reprimida anteriormente pueda expresarse,
sublimada, en una de las grandes aportaciones musicales al cine de este año
2024.
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