miércoles, 21 de agosto de 2024

Imperio de luz (Sam Mendes, 2022)

 



El Cine ha sido y es una constante fuente de inspiración, no sólo para el gran público que asiste regularmente a las salas para disfrutar de las películas tal y como éstas merecen ser experimentadas, sino también, para los propios cineastas que han hecho del Séptimo Arte, además de su profesión, su misma forma de vida. Cuando un realizador se sirve de una película para hablar sobre cine, revelando los entresijos de la industria y/o mostrando los pormenores relativos al proceso de creación de una obra cinematográfica, estaríamos hablando de lo que, en la jerga filológica, se conoce comúnmente como "metacine", es decir, "cine dentro de cine".

Existen demasiados ejemplos de este fascinante subgénero como para pretender enumerarlos todos, pero ahí iría una pequeñísima muestra: "El Crepúsculo de los Dioses" (1950) de Billy Wilder, "Cautivos del Mal" (1952) de Vincente Minnelli, "Cantando bajo la Lluvia" (1952) de Stanley Donen & Gene Kelly, "8 1/2" (1963) de Federico Fellini, "La Nuit Américaine" (1973) de François Truffaut, "Arrebato" (1979) de Ivan Zulueta, "Cinema Paradiso" (1988) de Giuseppe Tornatore, "Ed Wood" (1994) de Tim Burton, "La Mirada de Ulises" (1995) de Theodoros Angelopoulos, "Bowfinger, el pícaro" (1999) de Frank Oz, "La Sombra del Vampiro" (2000) de Elias Merhige, "The Artist" (2011) de Michel Hazanavicius, "La Invención de Hugo" (2011) de Martin Scorsese, "Al encuentro de Mr. Banks" (2013) de John Lee Hancock, "La ciudad de las estrellas (LA LA LAND)" (2016) de Damien Chazelle, "Érase una Vez en Hollywood" (2019) de Quentin Tarantino y, más recientemente, "La Última Película" (2021) de Pan Nalin y "Babylon" (2022) de Damien Chazelle.


Ahora le toca el turno al director británico Sam Mendes, que concibió esta personal carta de amor a los locales donde se proyectan las películas (y, por extensión, al propio arte cinematográfico) durante el confinamiento del año 2020. El hermoso título no podría estar mejor elegido. Todos hemos experimentado alguna vez esa magia indescriptible que se vive en una sala de cine en el momento en el que se enciende el proyector. El cine, al fin y al cabo, no deja de ser una asombrosa ilusión óptica que nos permite ver una secuencia de imágenes fijas como si realmente se movieran. La luz se instaura en la sala, disipando la oscuridad circundante y reclamando su hegemonía en un instante imbuido de sacralidad. Con la luz, los sueños cobran vida, transportándonos, durante el tiempo que dura la película, a otra realidad en donde todo es posible. Nada que ver con el streaming, ¿verdad?


La historia, que tiene lugar en la costa sur de Inglaterra (Kent), orbita en torno a tres personajes: Hilary, interpretada por una, como de costumbre, radiante Olivia Colman; Stephen, encarnado por Micheal Ward; por último, el propio cine "Empire", que cobraría vida en el personaje del proyector, Norman, en la piel del siempre maravilloso Toby Jones. Podríamos afirmar que Norman, testigo silencioso e inmutable de los acontecimientos narrados en la película, es la voz y el alma del "Empire", el personaje que nos guía e inicia, no sólo a nosotros como espectadores, sino también a la pareja protagonista, en la magia y los misterios del cine.

Pese a su carácter intimista, la película podría pecar de un cierto exceso de ambición en su afán por abordar cuestiones tan diversas como la enfermedad mental, la discriminación racial durante la Inglaterra del Thatcherismo, las abusivas dinámicas sexuales en un entorno laboral patriarcal y, por supuesto, el poder terapéutico y sanador del cine a la hora de ayudarnos a lidiar con nuestros problemas e impulsarnos siempre adelante. Demasiado contenido para apenas dos horas de metraje.


En este sentido, podríamos establecer dos arcos argumentales diferentes, aunque complementarios, en la estructura narrativa de la película. El primero, centrado en la relación que se va estableciendo entre la pareja protagonista, vira, en ocasiones demasiado para mi gusto, hacia el insípido melodrama: ella, atormentada por la sombra aciaga de su trastorno bipolar; él, amenazado por el estigma racial en unos tiempos no excesivamente tolerantes para con lo foráneo. Ambos encuentran, el uno en el otro, un importante pilar en el que apoyarse durante sus cuitas internas, si bien, de alguna manera, he de confesar que no llego a creerme del todo los vericuetos sentimentales por los que termina discurriendo dicha relación. Personalmente lo encuentro incluso, por momentos, algo forzado más allá del cliché. 

El segundo arco, que para mí es el más luminoso e interesante, se centra en la relación de Hilary y Stephen con el cine, lo cual le permite al director explorar, aunque sea de soslayo, el potencial terapéutico del Séptimo Arte. Ambos personajes encuentran, en la magia de las películas, algo que les ayuda a crecer y a comprender más acerca de sí mismos. El personaje de Norman, como antes apuntábamos, se revela como una figura fundamental en dicho proceso, puesto que el cine se comunica con la pareja protagonista a través de él, en su condición de discreto custodio de todos sus secretos. Gracias a Norman, por ejemplo, Stephen aprenderá todos los entresijos relacionados con el oficio del cine y la proyección de películas en la era pre-digital.




Por su parte, Hilary experimentará, en la que sin lugar a dudas constituye la escena más importante y maravillosa de toda la película, una catártica revelación durante el visionado de "Bienvenido, Mr. Chance" (Hal Ashby, 1979), una película que ya abordaba el tema de las enfermedades mentales y que le transmitirá a nuestra protagonista una importante enseñanza: "La vida es un estado mental". Esta escena resulta de vital importancia porque, cuando los caminos de Stephen y Hillary se separan, ésta comprenderá que su redención vendrá a través del descubrimiento de las películas.

Las mismas películas que siempre habían estado allí, en su mismo lugar de trabajo, pese a que nunca antes había sentido el impulso por darles una oportunidad. Podríamos afirmar que Stephen y Hilary se impulsan mutuamente a redescubrirse a sí mismos a través del cine, y en esos momentos imbuidos por la mística de la luz y la imagen en la sala de proyección (mención especial, cómo no, a la maravillosa labor del Maestro Roger Deakins en la fotografía) se encuentra lo que, para mí, constituye el alma y el corazón de la película. Es su mensaje lo que hace de esta película algo realmente especial.


Acogida con cierta tibieza por parte de la crítica, es bastante probable que "El Imperio de la Luz" no sea recordada al mismo nivel que obras maestras del director como "Camino a la Perdición" (2002) o "1917" (2019). Sin embargo, aunque tengo la sensación de que el director no llega a definir del todo el tipo de película que que quiere hacer, mezclando demasiados conceptos en un todo ligeramente disperso e irregular, también considero que la película que atesora suficientes méritos como para merecer más de una reivindicación en futuras revisiones del corpus fílmico de Sam Mendes.

Méritos como la portentosa dirección, en estrecha simbiosis con la exquisita fotografía de Deakins, eclosionando en momentos de inusitada belleza y poético lirismo, la extraordinaria labor de su actriz protagonista y, muy especialmente, la mágica banda sonora de corte ambiental aportada por el tándem Trent Reznor & Atticus Ross. Tan fundamental me parece la aportación de la música a la historia que no podría dar por concluido este análisis de la película sin hacer alguna referencia al respecto.


Desde que el dúo se diera a conocer en el ámbito de la música de cine hace unos 13 años gracias a su espasmódico trabajo para "La Red Social" (David Fincher, 2010), se ha ido ganando un merecido hueco en la industria a través de una serie de atmosféricos trabajos que flirtean con el "dark ambient", la música industrial e incluso, en ocasiones, una electrónica más feérica con ciertas reminiscencias a la "new age". Especialmente destacables resultan, por poner algunos ejemplos, sus monumentales (aunque no siempre complacientes con el "audiófilo") contribuciones a películas como "The Girl with the Dragon Tattoo" (David Fincher, 2011), "Gone Girl" (David Fincher, 2014), "Soul" (Pete Docter & Kemp Powers) y "Bones and All" (Luca Guadagnino, 2022).


Con "Imperio de Luz", Reznor & Ross firman la que, sin lugar a dudas, constituye su obra más redonda, cohesionada e inspirada hasta la fecha. El tándem apuesta aquí por sutiles cascadas cristalinas de piano arropadas por cálidos colchones de sintetizador y etéreas voces que le confieren a la partitura una atmósfera onírica, de ensueño. Como la experiencia de estar en una sala de cine. Película y música se retroalimentan así en una contagiosa sinergia espiritual. Reznor & Ross consiguen lo imposible: musicar la luz.

El papel primordial de la música ya queda de manifiesto en la brillante secuencia inicial (corte 8 AM, Christmas Eve), en donde cada nueva luz que se va encendiendo en el recinto del cine se ve acompañada por cristalinas notas de piano, como si la imagen estuviera orquestada al compás de la música. Es un momento realmente mágico en donde se muestra cómo el cine va despertando con el nuevo día, recibiendo la "luz" al ritmo de los sonidos que se encargan de darle voz al "Empire".




Lejos de supeditar la música a la narración lineal de la historia y los cambios que se van gestando en los personajes principales, considero que el enfoque de Reznor & Ross opta, más bien, por aportar una ambientación de carácter atemporal en donde el propio cine acaba erigiéndose en el gran protagonista demiúrgico de la película. No es la música de Hilary o Stephen la que escuchamos, sino la de ese cine antiguo, reducto impasible de tantos recuerdos, tantas memorias y experiencias. Por ese motivo, la banda sonora nos ubica, en todo momento, en la mirada del propio "Empire".



El propósito no es otro sino traducir la luz a música, pincelando etéricos y ondulantes paisajes sonoros que nos sitúan, como espectadores, en una especie de realidad arquitectónica alternativa en donde podemos refugiarnos y contemplar la historia desde otra perspectiva. Se desvela así un espacio mágico y sagrado en donde lo imposible se vuelve posible, más allá del tiempo y del espacio, y en donde los personajes que allí se adentran pueden experimentar una profunda transformación en sus vidas.  



La LUZ es el hilo conductor de esta película, y gracias a su banda sonora, podemos llegar a escucharla, sentirla, a un nivel muy profundo. De esta manera, la extraordinaria composición de Reznor & Ross se erige así en el alma de la película, captando a la perfección su esencia... la cual, como ya nos enseñara el celebérrimo novelista y aviador francés Antoine de Saint-Exupéry, es algo invisible a los ojos... aunque no inaudible para aquellos que saben escuchar.




Lo Mejor: su esperanzador mensaje; Olivia Colman; los momentos en donde Norman hace de maestro de ceremonias, revelando los misterios del cinematógrafo a Hilary y Stephen; la exquisita labor de fotografía del Maestro Deakins; la sublime BSO de Trent Reznor y Atticus Ross.

Lo Peor: los momentos "epifánicos" con relación al cine saben a poco, y en cierto modo uno desearía que hubieran tenido un protagonismo aún mayor; el exceso de melodrama en algunos momentos de la historia; la amarga sensación de que la película no termina de aprovechar todo su potencial.

La Escena: el momento correspondiente al visionado de "Bienvenido, Mr. Chance", que recuerda, en su capacidad para emocionar y conmover, al final de "La Rosa Púrpura del Cairo" (Woody Allen, 1985).


Mi calificación:

- Película: ****

- Música: *****

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