domingo, 18 de agosto de 2024

Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades (Alejandro González Iñárritu, 2022)

 


Es una película en donde no hay nada que entender. Si entras con el piloto automático de demandar lógica, razón, verdad, cronología, estructura, te vas a pelear con la película. Invito que la gente desconecte esa parte racional, que no vaya con la mente que piensa, sino con la mente que sabe, con el corazón. (Alejandro González Iñárritu)

 

Bardo, Falsa Crónica de unas Cuantas Verdades es el primer largometraje del laureado cineasta Alejandro González Iñárritu desde la excepcional El Renacido (The Revenant, 2015), película por la que recibiría su segundo Óscar en la categoría de Mejor Director (el primero se lo reportaría Birdman, o la inesperada virtud de la ignorancia un año antes) y sendos Globos de Oro en las categorías de Mejor Director y Mejor Película Dramática. Un palmarés ciertamente loable que vendría a refrendar el extraordinario talento del que, a día de hoy, está considerado como uno de los realizadores más importantes del Séptimo Arte. 

Según la sinopsis oficial, la película nos propone una experiencia épica, inmersiva y visualmente sorprendente en torno al personaje de Silverio Gama, un renombrado periodista y documentalista mexicano residente en Los Ángeles que, con motivo de la recepción de un prestigioso premio internacional, se ve obligado a regresar a su país de origen y hacer las paces con su pasado, en un surrealista viaje de tintes existenciales que aborda temas tan diversos como la migración, la pérdida, la desubicación, la familia, el éxito o la memoria histórica.

 

Presentada en la 79ª edición del Festival Internacional de Cine de Venecia el pasado mes de septiembre de 2022, este retorno a las raíces del prestigioso director mexicano ha sido seleccionado oficialmente para representar a su país en la 95ª edición de los premios Óscar. A pesar de ello, el filme pasaría de manera fugaz por algunas pocas (poquísimas) salas de cine de nuestro país en el mes de noviembre, hasta su tibio estreno en la plataforma Netflix el 16 de diciembre. 

 


 

Una verdadera lástima (por no decir tragedia), ya que el tándem Iñárritu en la dirección y Khondji en la fotografía se encarga de brindarnos aquí el que considero que es uno de los espectáculos cinematográficos más maravillosos del 2022, un virtuosísimo ejercicio de estilo con ecos no sólo de Fellini, sino también de Buñuel e incluso de Terrence Malick, por citar unos pocos referentes. Que la pomposidad de su título no condicione, pues, nuestra receptividad a la hora de afrontar como espectadores esta inclasificable genialidad, ya que sus logros artísticos son realmente inconmensurables.

El título, en realidad, se antoja esencial para comprender realmente el sentido de una historia que rehúsa ser analizada desde los tiránicos dictámenes de la "lógica". Al modo de los antiguos bardos que se encargaban de transmitir oralmente y cantar toda suerte de historias y leyendas del acervo popular, Iñárritu reflexiona acerca del pasado y del presente de su país desde el prisma de su alter ego, interpretado por Daniel Giménez Cacho, un personaje que se debate constantemente entre dos mundos, incapaz de encajar por completo en ninguno de los dos. 

 



Por supuesto, encontramos aquí también una referencia fundamental al concepto budista de bardo, que hace referencia a un estado intermedio o de transición entre dos encarnaciones, es decir, entre la muerte y el renacimiento (o la liberación). Según el budismo tibetano, cuando un individuo "muere", su consciencia entraría en el bardo durante un periodo de 49 días antes de volver a reencarnar según el karma acumulado. Llegados a este punto, cabe señalar que el título provisional escogido para el proyecto iba a ser limbo, término equivalente (aunque no del todo idéntico) al bardo dentro de la tradición judeo-cristiana.

Todos los acontecimientos mostrados en la película, de esta manera, nos llegarían a través del filtro de este extravagante personaje desencarnado, sumido en un prolongado proceso de recapitulación de su vida antes de poder pasar así a la siguiente etapa dentro del ciclo de reencarnaciones o samsara; premisa que, por cierto, ya había sido explorada previamente por el inefable enfant terrible del cine francés de este siglo, Gaspar Noé, en su magistral Enter the Void (2009). El filme arranca, así, con un apabullante plano subjetivo en donde se nos muestra al protagonista tomando impulso para elevarse a ras del suelo, tratando de alzar el vuelo a un nuevo plano de existencia. En cierto modo, la anárquica, episódica y delirante estructura narrativa del filme se podría asemejar a la de un sueño exquisitamente pergeñado.


 

No son pocos los que han mencionado las concomitancias entre esta película y la gran obra maestra de Federico Fellini, 81/2 (Otto e mezzo, 1963), si bien, personalmente, encuentro bastante más obvia la influencia espiritual de Luis Buñuel en el tono absurdo y surrealista que permea toda la historia. Hay momentos que son especialmente buñuelescos, como toda la conversación de Silverio Gama con Hernán Cortés en lo alto de una pirámide azteca formada por cadáveres de indígenas masacrados, la escena inicial del parto frustrado o la esperpéntica ceremonia de premiación en honor al protagonista, por citar tan sólo unos ejemplos. Otros, como la recreación de la batalla de Chapultepec (1847), flirtean descaradamente con lo bufo.

Secuencias como las que tienen lugar en el vagón de metro anegado en agua o la casa cubierta de arena, por su parte, son de un onirismo subyugante. En palabras del propio director, “estoy tratando de explorar un paisaje mental, caminar en la conciencia, donde la yuxtaposición de imágenes y sonido puede crear una experiencia (…) Le podrías llamar la experiencia metafísica o la experiencia del sueño lúcido, donde de alguna manera esas experiencias te transportan a algún estado mental, no solo a nivel intelectual, sino también a nivel subconsciente”. 

 


 

Por supuesto, una película de naturaleza tan intangible, abstracta y líquida como ésta presentaba una serie de desafíos técnicos de los que únicamente un maestro de la luz como el gran Darius Khondji podría salir airoso. Hay momentos, en la inmensidad de un vasto y yermo paraje desértico, que podrían perfectamente evocar alguna de las más sublimes y poéticas colaboraciones de Terrence Malick con Emmanuel Lubezki en su prodigioso uso del encuadre y la iluminación. El grado de belleza estética al que es capaz de llegar Bardo en este sentido es realmente embriagador, si bien, como ya ha podido apreciarse, en esta película convergen lo íntimo con lo épico, lo nostálgico con lo cómico, lo sublime con lo estúpido y ridículo.          

 


 

A modo de conclusión, no sería del todo descabellado considerar Bardo como complejo y ambicioso ejercicio de auto ficción (según el término acuñado por Serge Doubrovsky en el año 1977) del que muy pocos cineastas podrían salir airosos; aun así, no son pocos los que han sucumbido a la tentación de despachar esta película como un pretencioso, autoindulgente y abultado ego-trip. Nada más lejos de la realidad. Iñárritu alcanza la catarsis (y, con él, los espectadores que comulgamos con su propuesta) en un lisérgico viaje astral filmado con lente gran angular e impulsado a través de virtuosos travellings y planos secuencia como el que tiene lugar en el California Dancing Club al compás del Let’s Dance de David Bowie, sin duda uno de los más grandes momentos que nos haya deparado el cine en los últimos años.

Mi calificación: ****/*****





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