domingo, 18 de agosto de 2024

Samsara (Lois Patiño, 2023)

 

 

Hasta donde alcanza mi memoria, ésta es la tercera película que he visto con el título de “Samsara”. La primera, por supuesto, fue ese gran clásico del cine espiritual dirigido por Pan Nalin en el año 2001. Diez años después, por supuesto, llegaría aquel hermoso viaje sensorial de Ron Fricke, concebido como una secuela inconfesa de su obra maestra “Baraka” (1992). La palabra saṃsāra, por cierto, proviene del sánscrito saṃsārí, cuyo significado vendría a ser algo así como 'fluir junto', 'pasar a través de diferentes estados', 'vagabundear'; hace referencia al ciclo constante de nacimiento, vida, muerte y reencarnación en la mayoría de las corrientes filosóficas y religiosas originadas en la India, muy especialmente el hinduismo y el budismo.

El artista conceptual y cineasta vigués Lois Patiño, uno de los máximos exponentes del Novo Cinema Galego presenta aquí su segunda gran docu-ficción después de la hipnótica "Lúa Vermella" (2020). Al igual que aquélla, "Samsara" es un largometraje que flirtea tanto con el cine experimental como con el cine documental, género este último en donde el director posee una amplia y dilatada experiencia. Patiño propone una experiencia inmersiva profundamente espiritual que fue reconocida, tras su paso por la Berlinale, con el Premio Especial del Jurado.

 

 

De estructura tríptica, la película explora los límites del arte cinematográfico para ofrecer una experiencia “por y para la meditación y la contemplación”, según las propias palabras del realizador. La primera parte es, sin duda, la que se desenvuelve con mayor soltura dentro de los parámetros del género de ficción, asimilando sus códigos para narrar la historia de una anciana laosiana, Mon (Simone Milavanh), que está preparándose para su tránsito hacia el bardo, concepto tibetano que refiere a ese estado intermedio de transición entre la muerte y la siguiente reencarnación. Para ello, necesita un libro que “debe serle leído por otra persona”: el Bardo thodol (བར་དོ་ཐོས་གྲོལ), una de las obras fundamentales del budismo tántrico tibetano.

 


 

Conocido en occidente como el Libro tibetano de los muertos, los eruditos sostienen que una traducción más acertada sería algo así como “El gran libro de la liberación natural mediante la comprensión en el estado intermedio”. Se dice que este compendio de todas las enseñanzas budistas sobre el tema de la muerte fue escrito en el siglo VIII por Padmasambhava, el reverenciado gurú “nacido del loto” y encargado de llevar el budismo al Tíbet.

Padmasambhava, llamado también Guru Rimpoché, nació 12 años después de que Buda Shakyamuni abandonara este mundo, y según algunos relatos, sería una reencarnación directa suya. El propio Buda llegó a afirmar que Padmasambhaba sería una emanación del Buda Amitabha y Avalokiteshvara, refiriéndose a él como la encarnación de los Budas de los Tres Tiempos. 

 


 

Cuando Padmasambhava llegó a Tíbet, se percató de que existían muchas enseñanzas sutiles, más profundas y esotéricas, para las cuales los tibetanos no estaban aún preparados. Por ese motivo, después de escribir las esotéricas enseñanzas recogidas en el Bardo thodol, las escondió en alguna cueva de los Himalayas en la certeza de que, cuando llegara el momento y la humanidad estuviera preparada, aquellos textos serían descubiertos. Eso no ocurriría, por cierto, hasta el siglo XIV, aunque tendrían que pasar otros seis siglos hasta su difusión en occidente.

Según el budismo tántrico tibetano, es posible alcanzar la iluminación tras la muerte, lo cual conlleva salir del ciclo de reencarnaciones o saṃsāra. El Bardo thodol es una guía con instrucciones a seguir durante los 49 días que, según estas enseñanzas, dura la muerte física, de modo que podamos evitar el regreso al saṃsāra y alcanzar la iluminación. Dicho de otra manera, es un libro que prepara el alma para el más allá y nos enseña a morir, mostrándonos el camino a seguir al desencarnar. Por eso, es importante leerlo en vida para preparar los niveles subconscientes de la mente. En la cultura tibetana, se lee a los moribundos para ayudarlos en el tránsito de esos cuarenta y nueve días, como puede verse también en la película.

 


 

El joven Amid (Amid Keomany) es el encargado de acudir cada día a casa de Mon para leerle el Bardo thodol. Durante estos encuentros podemos ser testigos de la preparación espiritual de la moribunda y de cómo ésta va tomando consciencia de su proceso interno. Estas escenas se alternan con otras que tienen lugar en un templo budista de Laos y que Patiño filma como si se tratara de otro de sus documentales, con una cadencia que evoca al Maestro Werner Herzog. Asistimos a las prácticas rutinarias de los monjes, sus rezos, meditaciones, momentos de asueto, e incluso una excursión a las mágicas cataratas Kuang Si que constituye uno de los momentos más mágicos y sublimes de toda la película. Patiño y su director de fotografía, Mauro Herce, confieren un tono onírico a las imágenes, llevando al espectador a un estado de ensoñación consciente, como si esa sutil hebra que separa la vida del bardo estuviera diluyéndose, anticipando el viaje espiritual que está a punto de emprender Mon; y, con ella, todos nosotros.

A partir de este momento, la experiencia más puramente cinematográfica se fusiona con la meditativa para conducir al espectador a través de un viaje sensorial interactivo en donde se nos pide que “cerremos los ojos”; esto le permite al cineasta explorar la idea de “vaciamiento” a través de la representación de lo invisible en la pantalla y convertir la sala de cine en un “espacio de meditación colectiva”, según sus propias palabras. Durante 15 minutos, acompañaremos al alma de Mon a través del bardo en una embriagadora sinestesia de paisajes sonoros, destellos lumínicos y ambientes cromáticos de diversas tonalidades que percibiremos a través de los párpados cerrados en lo que, sin duda, constituye uno de los momentos más genuinamente fascinantes del cine de los últimos años. 

 


Durante este intermedio, el realizador consigue realmente alterar nuestro sentido del tiempo, conjurando una inmersiva sinfonía sensorial que le permite trascender la experiencia cinematográfica convencional para reformularla en base a unos parámetros totalmente únicos e innovadores. Con respecto al maremágnum sonoro que va a envolvernos en el transcurso de nuestro viaje por esta realidad intermedia, Lois Patiño revela lo siguiente:

"La mitad es una interpretación de los sonidos descritos en el 'Libro tibetano de los muertos'. Es una interpretación sonora de lo que se detalla en el escrito. La segunda mitad, busqué que el público se trasladara a distintas atmósferas sonoras reconocibles y procedentes de diferentes partes del planeta. Podemos escuchar a una niña con su abuelo hablando en italiano, música procedente de la India o rezos católicos en un momento (…) Hay un montón de detalles, podemos escuchar a un enjambre de abejas, que tiene diferentes simbolismos en cada cultura. En Galicia, por ejemplo, las abejas están muy vinculadas a los fantasmas y las almas".

Cuando cerramos los ojos y anulamos, por tanto, la visión externa, se agudiza la interna, y el sonido adquiere una relevancia aún mayor. Algunos pueden resultarnos amedrentadores y abrumadores, otros sorprendentes y extravagantes… en base a nuestro muy personal y subjetivo estado receptivo, si bien lo más recomendable es trascender el juicio y dejarse llevar por esta avasalladora corriente sónica que nos va a conducir a la próxima encarnación de Mon. Tan pronto cesa el sonido, sabemos como espectadores que ha llegado el momento de volver a abrir los ojos y reubicarnos en un nuevo destino, dando paso así a la última parte del tríptico.

 


De Laos, llegamos a Uroa, un pequeño pueblo pesquero situado en la costa oriental de Zanzíbar (Tanzania). En esta región, mayoritariamente musulmana, conocemos a una niña llamada Juwairiya, a la que despiertan con la noticia de que ha nacido una cabra a la que bautizan con el nombre “Neema”, que significa “bendición” en árabe. Recordamos entonces un momento durante la primera parte de la película en donde la anciana Mon le explica a Amid que no le importaría reencarnarse en un animal en su próxima vida. “La vida es cambio”. 

Para esta parte de la historia, el director buscaba una realidad completamente opuesta a la anterior, no sólo en términos geográficos, sino también étnicos y climatológicos. Es interesante añadir, llegados a este punto, que todos los personajes de esta película están interpretados por actores y actrices no profesionales que, realmente, se dedican a los menesteres mostrados en pantalla, desde los jóvenes monjes budistas del templo de Laos hasta las mujeres que trabajan confeccionando jabones y lociones con algas en Zanzíbar. Esto, evidentemente, aporta naturalidad verosimilitud a una historia en donde, además, gran parte de las conversaciones resultan totalmente improvisadas.

Las labores de fotografía recaen ahora sobre Jessica Sarah Rinland, la cual se desmarca del tono más sobrenatural, irreal e intangible de la primera parte para aportar una cualidad visual más terrenal, más táctil incluso, en consonancia con el carácter más claramente documentalista del filme. Del mundo espiritual, abstracto, meditativo y, también, más masculino del templo de Laos transitamos a otro mundo más concreto, corpóreo, material y femenino, poblado por una comunidad de mujeres que se dedican al cultivo de algas. Del cielo, pasamos a la tierra, aunque resulta interesante resaltar la presencia, en ambos universos, del agua, representada en Laos a través del río Mekong y o las cataratas Kuang Si y, en Zanzíbar, a través de las aguas del océano Índico. El agua nos recuerda que todo está en continuo cambio, en constante movimiento y transformación, lo cual constituye uno de los ejes centrales sobre los que pivota esta historia. 

 


El interés antropológico del director permea la que es, sin lugar a dudas, la parte más abiertamente documentalista y menos ficcional del tríptico. Patiño reflexiona nuevamente sobre la relación entre el ser humano y el paisaje, aprovechando para insertar mínimos esbozos de ficción que le permiten dar una continuidad a la historia de la anciana, ahora reencarnada en una adorable cabrita: “En gran medida es un documental (…) Estábamos en una posición de observación. Quería mostrar un contraste entre estos lugares, pero también con nosotros, la cultura occidental. Más que incidir en la realidad, la recibimos, y dentro de esa realidad hicimos una microficción para construir una pequeña narrativa”.

Durante todo este tercer y último acto en Zanzíbar vamos a ser testigos del día a día de esta comunidad de mujeres a través de los inocentes ojos de Juwairiya y su nueva mascota rumiante. Patiño nos presenta un nuevo contexto social, étnico cultural y religioso para mostrarnos la inmutable unidad que subyace más allá de todos esos cambios, si bien, personalmente, considero que esta parte, por su carácter más eminentemente descriptivo, resulta la menos interesante de las tres y, por tanto, podría haberse condensado un poco.

Este sentido de la unidad a la que hacíamos referencia en el anterior párrafo, por cierto, está relacionado con el concepto de “sentimiento oceánico”, acuñado por el psicoanalista Sigmund Freud, y que el director ya había explorado anteriormente en su filmografía. Dicho concepto hace referencia a la percepción de “sentirse como parte de un todo”, como una gota de agua que forma parte indivisible del océano. Este sentimiento de eternidad, completitud, inmensidad y comunión espiritual está, por supuesto, muy presente en el concepto oriental de la iluminación, también conocida como moksha en el hinduismo, nirvana en el budismo o satori en la escuela zen de budismo mahāyāna. Es precisamente esa sensación de unidad la que el director desea que nos llevemos todos después de ver su película.   


Samsara” supone, en definitiva, toda una revelación que reafirma a su autor como una de las voces más originales, valientes y brillantes de la actualidad. Un realizador motivado en redefinir y ampliar nuestro concepto de lo que entendemos por cine experimentando con sus formas sin, por ello, desatender su esencia. Apoyándose en la exquisita labor de sus directores de fotografía, Patiño convoca imágenes de quimérica belleza que apelan a nuestros sentidos para conducirnos a un estado de sublime arrobamiento. Imágenes que permanecerán en nuestra memoria por mucho tiempo. Sin embargo, es el sonido el que se erige en el gran protagonista de esta propuesta. El gran mérito de “Samsara”, desde mi muy personal punto de vista, es su habilidad a la hora de recrear, a través del sonido, esos otros estados espirituales de existencia a los que no podríamos acceder a través de los demás sentidos. Es esto lo que engrandece la película como una experiencia de suma trascendencia que hay que vivir, al menos, una vez… y con los ojos cerrados. 

Mi calificación: **** sobre *****

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