domingo, 18 de agosto de 2024

Perfect Days (Wim Wenders, 2023)


 

Nacido en Düsseldorf en el año 1945, Ernst Wilhelm (Wim) Wenders es uno de los máximos representantes de ese Nuevo Cine Alemán que surgió entre las décadas de los 60 y 80 y que estaría también abanderado por los cineastas Rainer Werner Fassbinder y, muy en especial, mi admirado Werner Herzog.

En su primer largometraje, "Verano en la ciudad" (1971), ya se podían apreciar algunas de las obsesiones temáticas recurrentes que marcarán toda su fimografía: la crisis existencial como propulsora de la búsqueda de la identidad a través del viaje, tanto interior como exterior, la relación antagónica de amor-odio hacia el "American way of life" o la alienación, soledad e incomunicación del hombre contemporáneo.



Uno de sus primeros grandes éxitos fue "El amigo americano" (1977), basado en la novela "Ripley's Game" de Patricia Highsmith, la cual volvería a ser adaptada para el cine por Liliana Cavani en el año 2002. Sin embargo, sus obras más reconocidas llegarían en la década de los 80: "París, Texas" (1984) y, sobre todo, "El cielo sobre Berlín" (1987), para el que esto escribe, su gran Obra Maestra.

Posteriormente vendrían títulos tan destacables como "Hasta el fin del mundo" (1991), la secuela de "El cielo sobre Berlín", titulada "Tan lejos, tan cerca" (1993), "Tierra de abundancia" (2004) o "Llamando a las puertas del cielo" (2005), sin olvidarnos de algunos célebres documentales como "Buena Vista Social Club" (1999), "Pina" (2011) o "La sal de la tierra" (2014).

 



Sin embargo, también es cierto que, desde el año 2005, Wenders parecía haber perdido completamente el rumbo en lo que al género de ficción se refiere, encadenando una serie de largometrajes de mediocre calidad y nulo interés artístico. Afortunadamente, "Perfect Days" nos permite reconciliarnos con el cineasta en la que, sin duda, constituye su mejor obra no documental de los últimos diez años... bueno, o casi.

Añado esta puntualización porque, en realidad, "Perfect Days" está a caballo entre la ficción y el documental. Casi cuarenta años después de “Tokio-Ga” (1985), su particular homenaje al cine de Yasujiro Ozu y a la capital nipona, Wenders retorna a Tokio para pincelar, con la serenidad, presencia y equilibrio de un artista shodō, la perfecta rutina diaria del protagonista de su nuevo filme, Hirayama, interpretado por un inmenso Kôji Yakusho.



Permitidme que empiece a hablar de la película por el final. Aquellos espectadores que tengan la mala costumbre de abandonar la sala de cine durante los créditos finales se perderán, además de una hermosa versión instrumental a piano de la canción "Perfect Day" de Lou Reed, la presentación final de un concepto japonés que resulta fundamental para comprender realmente la esencia de la historia que Wenders nos desea contar: Komorebi. Su poética acepción hace referencia a los rayos de sol que se filtran a través de las hojas de los árboles y el reflejo que proyectan en una danza sublime de luces y sombras que dura tan sólo un instante.

 



 

Hirayama parece ser consciente de hasta qué punto es posible, y necesario, hallar estos efímeros momentos de belleza en los actos más sencillos y cotidianos de nuestra vida. Cada día repite con metódica disciplina los mismos rituales, desde que se despierta, recoge su futón y riega las plantas, hasta que regresa al hogar después de la jornada laboral, purifica su cuerpo en un sentō (baño público), cena siempre en el mismo lugar y, finalmente, lee algo de Faulkner o Patricia Highsmith antes de irse a dormir. Son, precisamente, estas rutinas, las que nos permiten ir conociendo a un personaje tan introspectivo, parco en palabras y, en definitiva, zen. Hay cosas que podemos intuir, otras se van insinuando, especialmente, en la segunda mitad de la película… sin embargo, no es ésta una película que busque explicitar nada. No importa cómo llegó el personaje a donde se encuentra en el momento en el que da comienzo la historia. Lo que importa son sus más mínimos gestos y hábitos, ya que en ellos se esconde la verdadera esencia de esta historia.

Decía Heráclito que no es posible bañarse dos veces en el mismo río. Todo está en movimiento y en continuo cambio, aunque parezca ser lo mismo. Cada día, Hirayama ejecuta los mismos quehaceres con monástica devoción, en la más completa Presencia y Consciencia del regalo que supone cada nuevo amanecer. Sin embargo, cada día es diferente, nunca es igual. A veces son cambios sutiles, imperceptibles… una cinta de casete diferente para el trayecto a los aseos públicos de la capital tokiota en donde trabaja, una nueva mirada o una sutil variación en el movimiento acompasado de las hojas de los árboles al ser mecidas por el viento; otras veces son cambios que marcan y definen el transcurso del día, como pueda ser la excursión a la tienda de música con su pazguato compañero de trabajo y la chica de la que está enamorado, o la visita de su sobrina, que se ha escapado de casa para quedarse un tiempo a vivir con él.

 


Sin embargo, incluso estas distracciones externas que buscan alterar el statu quo de nuestro protagonista vienen, en última instancia, a constatar que lo realmente importante de esta película acontece, siempre, en el interior, y no en el exterior de nuestro protagonista. Es en ese estado de lacónica simplicidad en donde Hirayama es capaz de percibir el mundo que le rodea desde los ojos del que se ve a sí mismo como un espectador de ese macrocosmos en donde transcurre su existencia. A cada momento le confiere su valor, su importancia, especialmente los más aparentemente insignificantes. Cada día es una nueva oportunidad para entregarse a la aventura de la vida desde una nueva mirada inmune a la monotonía, ese mal endémico de una sociedad que ha olvidado el valor de las pequeñas cosas, los pequeños gestos.

Es muy posible que la idea de tener levantarse cada día para ir a limpiar retretes no constituya un ideal de vida para mucha gente. Sin embargo, como espectadores descubrimos que Hirayama ha elegido vivir la vida a su manera, y en esa elección está su libertad. Sin cadenas. En PAZ y servicio con la vida. En alguna de las entrevistas que ha concedido el director para hablar de la película, aseguró que “Perfect Days” era la reflexión más próxima que había hecho jamás sobre la idea de la paz. La paz, que es un concepto, principalmente, interno. Si hay paz dentro, también la habrá fuera. 

 


También señala el realizador que una de las ideas que más le habían inspirado a la hora de realizar la película era la del “servicio” y el “bien común”, un concepto que posee connotaciones significativamente diferentes en Japón en comparación con el resto del mundo. Cuando somos conscientes de que estamos haciendo un servicio, todo lo que hacemos adquiere un cariz sagrado, incluso algo tan aparentemente prosaico como limpiar urinales. En un mundo que impone un ritmo de vida acelerado en donde no hay cabida para la autoconciencia, “Perfect Days” nos propone, en primer lugar, el goce de parar para poder así empezar a contemplar el mundo que nos rodea desde una visión diferente.

El alma de esta película, por supuesto, está en la formidable interpretación, desde la contención más profunda, del actor protagonista, Kôji Yakusho, el cual nos ofrece un recital de sutiles miradas, silencios prolongados y ademanes que revisten de significado cada una de sus acciones. La dirección de Wenders es igualmente sobria, despojada de toda superfluidad técnica. No busca llamar la atención, sino más bien, nuevamente, ponerse al servicio de la historia que desea contar. Las imágenes fluyen sottovoce, evocando la flemática parsimonia de Yasujiro Ozu en la disección de los actos más cotidianos, deleitándose en la vaporosa danza de lo cotidiano.   

 


Dentro de su condición de obra menor, “Perfect Days” deviene una gratificante sorpresa que nos devuelve algo del Wim Wenders de tiempos pretéritos. En sus evidentes imperfecciones (algunos problemas de ritmo, especialmente en la primera mitad de la película, algunos personajes secundarios tan intrascendentes como irritantes) se encuentra y se redime a sí misma para erigirse en una de las propuestas más optimistas y vitalistas de los últimos tiempos; no podría ser de otra manera, despidiéndose como lo hace al compás del “Feeling Good” de Nina Simone, aunque es el momento dedicado a ese mítico tema de The Animals, “The House of the Rising Sun”, el que perdura musicalmente en mi memoria una vez que termino de ver el filme.   

Mi calificación: *** 1/2 sobre *****

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