Titulada originalmente "El Bastardo" ("Bastarden", 2023), la nueva película del director Nikolaj Arcel es una suntuosa y, ciertamente, vistosa producción danesa ambientada a mediados del siglo XVIII. Una suerte de neowestern nórdico, en donde nuestro protagonista, Ludvig Kahlen (Mads Mikkelsen), un empobrecido y desclasado capitán se propone, a la usanza de los primeros colonos del Oeste norteamericano, conquistar los, aparentemente, yermos páramos de Jutlandia, en donde sólo crecen brezos, y fundar allí una colonia para la mayor gloria del rey Cristián VII (1749-1808).
Hijo bastardo de un noble y una doncella, Kahlen alberga la esperanza de obtener por parte del rey el título nobiliario que, hasta ahora, se le ha negado por su condición de "sangre manchada". En su camino hacia el reconocimiento real se interpondrán no sólo la propia tierra, agreste, hostil e inhóspita, sino también las maquiavélicas maquinaciones del despiadado y aún más ambicioso terrateniente que gobierna la zona con mano de hierro, Frederik de Schinkel (Simon Bennebjerg), el cual se considera como único señor y propietario de los páramos.
Este choque de intereses entre Schinkel
y Kahlen va a desencadenar un cruento enfrentamiento en donde nuestro
protagonista, y todos los que lo acompañan, parecen tener todas las de perder.
A medida que la espiral de violencia y destrucción va en aumento, adquiriendo
un cariz cada vez más peligroso, Kahlen deberá poner en una balanza sus
prioridades y cuestionar sus propias ambiciones para no poner en peligro su
vida y la de las personas a las que ama.
En ocasiones, los seres humanos nos empeñamos en buscar un ideal de felicidad sin percatarnos de que, en realidad, esa dicha la tenemos más cerca de lo que pensamos. Algo así le ocurre al protagonista de esta historia, empecinado en formar parte de la burguesía danesa y alcanzar, así, un reconocimiento social que le brinde la redención que anhela por su condición de "bastardo".
Esa ambición permea, incluso, su
vida amorosa. Se debate, así, entre dos mujeres: una, la prima de Schinkel,
Edel Helene (Kristine Kujath Thorp), prometida en matrimonio al
sádico gobernador, y que para Kahlen representaría además otro paso más
en su empeño por afianzarse en el seno de la clase burguesa de su país; por
otro lado, está la criada Ann Barbara (Amanda Collin), cuyo
marido fue torturado hasta la muerte por Schinkel, y a la que nuestro
protagonista acoge y procura protección.
La primera representa la promesa de una hipotética felicidad por la que tendría que pagar un precio demasiado alto: renunciar a ser quien realmente es; la segunda, por el contrario, encarnaría la realidad de una felicidad presente de la que Kahlen, sin embargo, se obstina en no ser consciente. Tan cegado está en la consecución de sus objetivos, que fracasa estrepitosamente a la hora de valorar lo que ya tiene. Sólo al final de la película se da cuenta de que fue precisamente en aquellos instantes, fugaces pero plenos, compartidos con Ann Barbara, que llegó a experimentar la mayor de las dichas. Una expansión del alma que no dependía de un sueño por conseguir, sino de una realidad palpable que ya estaba a su alcance.
El conflicto interno que padece
el protagonista en relación a su estatus social le impide considerar la
posibilidad de ceder en su empeño para disfrutar de una familia con Ann
Barbara y la niña romaní Anma Mus (Melina Hagberg), rechazada
tanto por los suyos como, muy especialmente, por los colonos, y que encuentra
en Kahlen la figura paterna que tanto necesita. La obsesión del
protagonista por alcanzar sus objetivos y salir airoso, cueste lo que cueste,
de su enfrentamiento con Schinkel tendrá trágicas repercusiones que
echarán por tierra la ilusión de una felicidad compartida con la criada y la
niña.
En el plano interpretativo, me gustaría reiterar la indiferencia que me provoca, una y otra vez, Mads Mikkelsen. Durante la mayor parte del metraje de la película asistimos a un nuevo recital de inescrutable hieratismo por parte del que, sin duda, me parece uno de los peores actores de su generación. No dudo que haya quienes sean capaz de transmitir más desde un talante adusto y hermético, sin recurrir a hueros histrionismos, pero ése no es el caso de Mads. Que un actor tan insípido y unidimensional goce de semejante reconocimiento por parte no sólo de la crítica, sino también de gran parte del público, me parece uno de los grandes enigmas de la actualidad.
Si Mikkelsen es un
prodigio de inexpresividad, Simon Bennebjerg se posiciona en el otro
extremo para regalarnos al que sin duda constituye el personaje más carismático
de toda la película, el rencoroso y vengativo aristócrata Frederik de
Schinkel, la némesis del protagonista. Mientras que Kahlen aparece
caracterizado como un estoico solitario dispuesto a ensuciarse las manos para
cultivar la tierra y conseguir el ansiado título nobiliario, Schinkel se
revela como el típico niño rico y consentido acostumbrado a abusar de su
autoridad para lograr sus caprichos. Incluso parece estar obsesionado por
ennoblecer, aunque de manera algo ilegítima, su apellido a través del uso de la
preposición "de".
Tomando como base una novela de Ida Jessen, el director danés Nikolaj Arcel nos brinda una de las películas europeas de este año, algo lastrada, eso sí, por la presencia de Mikkelsen en un papel que, ciertamente, le viene demasiado grande. Al final, lo más interesante de esta obra es la reflexión que plantea sobre un concepto, el de la "tierra prometida", que más que un lugar real parece erigirse en la metáfora de algo más profundo: un estado del alma.
Mi calificación: *** sobre *****
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