jueves, 29 de agosto de 2024

La zona de interés (Jonathan Glazer, 2023)


 

Hice esta película para hablar acerca de nuestra capacidad, como seres humanos para la violencia; y nuestra capacidad de disociarnos de los horrores cometidos en nuestro nombre

(Jonathan Glazer)

Después de unos cuantos años curtiéndose en la dirección de vídeos musicales, el realizador británico Jonathan Glazer se estrenó en el formato largometraje en el año 2000 con ese disfrutable thriller con acento cockney titulado "Sexy Beast". La película era un vehículo para el lucimiento de un magnético y carismático Ben Kingsley en uno de los mejores papeles de toda su carrera. Ahí es nada. Cuatro años después, Glazer volvería con "Reencarnación" (“Birth”, 2004), una película que me dejó bastante frío a pesar del indudable interés que me genera el tema que aborda la historia y, por supuesto, ese magistral primer plano estático del final, en donde una maravillosa Nicole Kidman nos lo dice todo sin mediar palabra alguna.

Después de un largo hiato de cerca de 10 años volcado en la realización de cortometrajes y vídeos musicales, el director retomaría de nuevo el largometraje, sorprendiendo a propios y extraños con una, a priori, interesante propuesta conceptual titulada "Under the Skin" (2013). Aunque, sin lugar a dudas, cuenta con algunos momentos visualmente potentes, su aséptica narrativa me resultó una vez más, en su conjunto, algo aburrida. Ni siquiera la cálida y arrebatadora belleza de Scarlett Johansson en el papel de la seductora alienígena conseguiría contrarrestar esa gelidez global que, ahora sí, parecía que iba a ser ya un elemento definitorio de la identidad de Glazer como cineasta y narrador de historias.

 

"La zona de interés" (“The Zone of Interest”, 2023) es una nueva confirmación de esta frigidez estilística, aunque elevada aquí al paroxismo. Reconozco que la nueva propuesta conceptual de Glazer es, ciertamente, de lo más sugerente, pese al hastío que me provocaba la idea de ver "otra película sobre nazis", como si no fuéramos todavía capaces de dejar ya atrás ese capítulo de nuestra historia y mirar de una vez hacia adelante. No obstante, seamos justos: "La Zona de Interés" NO es otra revisión cinematográfica más de la Shoah. En realidad, no tiene absolutamente nada que ver con cualquiera de sus precedentes, lo cual la honra. 


A partir de la novela del británico Martin Amis (1949-2023), el cineasta disecciona en su película el macabro legado del "animal de Auschwitz", Rudolf Franz Ferdinand Höß (1901-1947), criminal de guerra nazi y comandante de los campos de concentración y exterminio de Auschwitz-Birkenau durante más de tres años. Durante este periodo de deportación masiva de judíos, ideó la manera de incrementar el potencial para el exterminio de Auschwitz mediante el uso del Zyklon B, un pesticida a base de cianuro, en un conjunto de cámaras de gas.

Lo primero que llama la atención de este filme es la ausencia, casi total, de primeros planos en todo su metraje. Glazer deja clara su postura de marcar el distanciamiento del espectador con respecto a los personajes que se muestran en pantalla, a los que siempre vemos desde la distancia. El director nos muestra, de esta manera, el día a día de Höß (Christian Friedel) y su familia en su hogar de ensueño, colindante con el campo de concentración.


Pese a que el abominable horror que tenía lugar dentro de las paredes de Auschwitz no llega a mostrarse en ningún momento, sí que nos acompaña constantemente a través de sus sonidos (la más espeluznante sinfonía de los horrores), y ése es, precisamente, uno de los grandes méritos de esta película, el magistral uso que hace del “fuera de campo” para manifestar lo execrable en la mente y el corazón del espectador. El horror del campo de exterminio se ve aún más potenciado por el insinuado contraste con la idílica vida familiar de Rudolf Höß. Resulta, realmente, escalofriante constatar la capacidad del ser humano no sólo para infligir la más peor de las torturas, sino también para aislarse y blindarse ante el sufrimiento humano ajeno. Insensible al infierno que ha desatado, al comandante nazi únicamente le interesa la construcción de su personal y deformado concepto del "paraíso".

La cámara de Glazer escudriña impávida el día a día de la familia nazi, sus rutinas, inquietudes y conversaciones sobre temas tan frívolos como banales, en una estremecedora representación de la NADA. Tanta monotonía, y aquí radica mi principal problema con la película, llega a tornarse exasperante, máxime cuando se nos priva, como espectadores, de la posibilidad de establecer algún tipo de conexión emocional, por muy nimia que ésta pudiera ser, con la historia que nos están narrando. Los personajes de este filme carecen de arco dramático. Todos son, deliberadamente, planos, sin conciencia y, también, sin posibilidad de redención.


El único atisbo de luz inmaculada en toda la película, curiosamente, se vislumbra durante la noche, en unas escenas en donde se nos muestra a una niña, de apariencia espectral, adentrándose en el en lo que parece ser una obra en construcción bajo una vía férrea. Amparada en el anonimato de las sombras, la muchacha va esparciendo manzanas en la tierra, para que (según me enteré después) los prisioneros que trabajan en el campo de concentración puedan encontrarlas. Glazer se inspiró aquí en la historia real de una anciana de 90 años llamada Alexandria, la cual había colaborado para resistencia polaca a la muy temprana edad de 12 años. En palabras del director:

“(…) el sencillo y casi sagrado acto de dejar la comida, es crucial porque es el único punto de luz de la película. Todo era demasiado oscuro y me parecía imposible mostrar la oscuridad total, así que busqué la luz en alguna parte y la encontré en ella. Ella es la fuerza del bien”.    

A pesar de estas muy loables intenciones, me veo en el deber de apostillar que la película no explica en ningún momento qué es lo que se está viendo en pantalla (y por qué se muestra de esa forma), sumiendo al espectador en un estado interno que puede oscilar, según la predisposición de cada uno, entre la curiosidad y el desconcierto ante lo que no parece ser más que otra de esas caprichosas extravagancias estéticas del director. Dado que todas las fuentes de luz usadas en la película son naturales (el sol, la luna, lámparas de aceite, bombillas eléctricas o velas), estas secuencias nocturnas se rodaron, en realidad, con una cámara térmica de vigilancia militar, la cual le confiere a la niña esa apariencia fantasmagórica a la que antes hacíamos referencia. No es luz lo que vemos, sino calor.


La aséptica esterilidad emocional de la que hace alarde "The Zone of Interest" durante prácticamente la totalidad de su metraje se ve reforzada por la ausencia, casi absoluta, de música en la película. La, sin duda, estimable contribución sonora, de carácter experimental, de Mica Levi, se ve restringida a los créditos de inicio y de cierre, al margen de a algún breve apunte adicional, tan esporádico como intrascendente, en algunos momentos concretos de la narración. Incluso en este apartado, pues, nos priva el filme de algún asidero moral o espiritual al que, como espectadores, podamos aferrarnos.

Una vez superado el impacto inicial de la vanguardista propuesta, me veo así abocado a circunnavegar las aguas procelosas del tedio, impulsado por la apática inercia de la indiferencia ante tanta insistente banalidad. Por muy interesante que me parezca la premisa, y por más que valore la formidable labor de dirección de Glazer, 100 minutos de complicidad me resultan, ciertamente, excesivos para una película tan sobria, apática y reiterativa como la que aquí nos presentan.


Únicamente hacia el final del filme encontramos algunos planos y encuadres algo más llamativos en el que considero que es el mejor momento de toda la película, aquél en donde se nos muestra a Höß en lo que parece ser una gala o evento social del partido nazi. En un momento determinado, el comandante se aparta del bullicio para hablar con su esposa Hedwig (Sandra Hüller) por teléfono, contemplando, en un plano cenital del que participamos como espectadores, el hormiguero de personas congregadas en el salón. En ese momento le confiesa a Hedwig que lo único en lo que puede pensar es en cómo concebir maneras aún más expeditivas de exterminar a grupos de personas como el que se despliega ante sus ojos.


A continuación, la cámara muestra al nazi bajando por unas escaleras con la intención de abandonar el edificio. Durante el descenso, se ve obligado a detenerse en varias ocasiones para vomitar, en una representación alegórica, según palabras del propio director, de cómo el cuerpo llega a rechazar la mente y el alma del hombre que lo habita. En ese instante, la narración se interrumpe para trasladarnos al Auschwitz del presente, convertido en un lúgubre memorando de un pasado que jamás debería haber sucedido.

En resumidas cuentas, Glazer firma aquí una obra poderosa y valiente cuya transgresora propuesta acaba erigiéndose, paradójicamente, tanto en su gran atractivo como, a la vez, en su principal lastre. ¿Interesante? Sin duda, pero también excesivamente desabrida, indolente y tediosa para mi gusto. Posiblemente el formato cortometraje habría resultado mucho más idóneo para un proyecto conceptual tan hostil como éste.  

 

Mi calificación: *** sobre *****

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